Viajamos 22 años atrás, cuando en las emisoras de radio sonaba esta canción de Toni Braxton. Apenas había teléfonos móviles, no existía whatsapp ni nada parecido y en ese Madrid de 1994 se produce un crimen tremendo que desconcierta a los investigadores desde el primer momento.
Así es. El cuerpo de Carlos Moreno Fernández, 52 años, empleado de una empresa de limpieza, casado, con tres hijos, es hallado el 30 de abril de 1994 al pie de un terraplén en el barrio de Hortaleza. Presenta 16 puñaladas, una de ellas que le secciona la garganta, la tráquea y llega hasta la columna vertebral. Los asesinos –había heridas de dos armas blancas distintas– se ensañaron con su víctima y usaron guantes de látex, según reveló la inspección ocular.
Lo más desconcertante de todo fue que los asesinos dejaron en los bolsillos de la víctima las 60.000 pesetas –360 euros– que Moreno acababa de cobrar, lo que descartaba que el crimen fuese producto de un atraco. Además, uno de los criminales dejó bajo el cuerpo de la víctima un reloj de la marca Thermidor.
Descartado el atraco, se investigó la vida de la víctima, en busca de un posible móvil, pero no había nada a lo que agarrarse, nada que explicase un crimen tan cruel. Y todo siguió así durante algo más de un mes, sin que los agentes de Homicidios tuviesen una sola pista. Todo se desatascó gracias al testimonio de la madre de un adolescente, que acudió a la policía contando una historia increíble.
La mujer dijo que a su casa había ido esa tarde un viejo amigo de su hijo, un chaval de 17 años llamado Enrique. El chico contó que unos amigos con los que jugaba a diario a un juego de rol le habían propuesto salir esa misma noche a matar a una persona. Para ello debía llevar unos guantes de látex, una linterna y un arma blanca. Y que no era la primera vez que mataban.
Enrique contó que no tenía dudas, que estaba seguro, que viendo un programa de televisión en el que se hablaba del crimen de Carlos Moreno, el líder de ese grupo, un chico algo mayor -20 años- llamado Javier se reía mientras corregía al periodista sobre la hora del asesinato, las armas empleadas… Además, dio detalles que no habían aparecido en la prensa, como que uno de los agresores había perdido un reloj en la pelea o que le intentaron sacar la tráquea por la boca.
Y el crimen de Carlos Moreno era el que tenía a la policía completamente desconcertada. Por eso, el jefe de Homicidios, un caimán ya jubilado, el entonces inspector jefe Rapino, pensó que todo aquello cuadraba y decidió detener esa noche a los dos chicos señalados por el denunciante: Félix Martínez y Javier Rosado. Al filo de la medianoche del 4 de junio de 1994, los dos fueron arrestados cuando salían de sus casas provistos de guantes y cuchillos, dispuestos a volver a matar a alguien. Y ese caimán, ese veterano inspector, acertó…
Los agentes de Homicidios se dieron cuenta de que la parte débil del binomio criminal era el chico más joven, Félix, que entonces tenía 17 años. Le llevaron al registro de su casa, donde encontraron 14 cuchillos, y allí, de manera espontánea, confesó que había participado en el asesinato, aunque mintió porque dijo que solo su amigo Javier había apuñalado a Carlos Moreno. Los agentes sabían que había habido dos armas y, además, en casa de Javier hallaron tres folios mecanografiados por las dos caras, un documento sin parangón en la historia criminal española. Eso es lo que pasó a la historia como el diario de Javier Rosado, un texto en el que se daban todo tipo de detalles acerca del crimen de Carlos Moreno.
Cualquier párrafo de ese texto es estremecedor. Elegimos varios de ellos para que os oyentes se hagan una idea: “El plan era que sacaríamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracaríamos y le pediríamos que nos ofreciera el cuello (no tan directamente, claro). En ese momento, yo le metería el cuchillo en la garganta y mi compañero en el costado. La víctima llevaba zapatos cutres, y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpearla, y una papeleta imaginaria que decía: "Quiero morir". Si hubiese sido a la 1.30, no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida! Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos”.
Tras narrar el inicio de la agresión, Rosado escribió una de las partes más conocidas y reproducidas de este diario: “Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me importó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota. Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen, y me dije: "Cómo me paso". Le dije a mi compañero que le cortara la cabeza, lo hizo y escuché un "ñiqui, ñiqui”.
Otro párrafo: “A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano. Me miré a mí mismo y me descubrí absoluta y repugnantemente bañado en sangre. A mi compañero le pareció acojonante, y yo lamenté mucho no poder verme a mí mismo o hacerme una foto. Uno no puede pensar en todo...”
Y otro más: “Calculo un 30 por ciento de que nos atrapen, más o menos. Si lo hacen será por las huellas dactilares o por irse de la lengua. Si no nos atrapan, la próxima vez tocará una chica, lo haremos mucho mejor”.
Hemos tenido ocasión de ver las fotografías que Patrick Nogueira se hizo junto a los cuerpos de sus tíos y sus sobrinos y los comentarios que él y su amigo Marvin se cruzaron. Pero lo que hizo excepcional el crimen del rol fue uno de sus protagonistas, Javier Rosado, una de las mentes criminales más enrevesadas de nuestra negra historia. Los psiquiatras ni siquiera se pusieron de acuerdo para determinar su auténtico estado mental.
Javier Rosado tenía veinte años cuando ocurrieron los hechos, unos hechos que, por cierto, nunca reconoció. Estudiaba Ciencias Químicas, tenía un expediente normal, no especialmente brillante, como se dijo en aquel momento. De familia normal, sin grandes problemas, sus padres y su hermano aseguraron a los psiquiatras que le estudiaron que nunca había dado muestras de trastorno mental, ni siquiera rarezas.
Javier no era un aficionado a los juegos de rol, sino que él mismo había creado su propio juego, llamado Razas. A los psiquiatras les dijo que las mil páginas que llevaba escritas de su juego eran “una herramienta para expresar el modo de vida, los arquetipos”. A ese juego jugaban él, Félix –su cómplice en el crimen de Carlos Moreno– y otros chavales más casi a diario en un centro cultural del barrio de Chamartín.
El asesinato se enmarcó en el desarrollo de ese juego creado por Javier Rosado. Rosado elaboró una ficha en la que describía a su víctima y a la que puso el nombre de Benito. Puntuó sus cualidades y le puso una nota alta en fuerza física. La conclusión con la que definió al personaje fue “basura para sacrificar”. Pero el rol solo fue una excusa, no el detonante para el crimen: Javier estaba deseoso de vivir esa experiencia y su juego fue el vehículo para ello.
Rosado no fue capaz de explicar en qué consiste ese juego creado por él con claridad en las entrevistas que mantuvo con los psiquiatras. Félix Martínez, su cómplice, lo intentó: “Razas consiste en tomar una cualidad, exagerarla al máximo y a partir de ahí crear personajes, criaturas que Javier sacaba de su imaginación. El juego tenía 42 razas y cada raza cuatro niveles. Él acabó creyéndolo todo y tiene tantas personalidades como su juego”.
En el juicio, psiquiatras y psicólogos no se pusieron de acuerdo. Uno de los mejores psiquiatras forenses de nuestra historia, el doctor García Andrade, afirmó, como su colega el doctor Carrasco, que Rosado padecía un trastorno de personalidad múltiple. Es decir, que tenía muchas personalidades, tantas como su juego. Sin embargo, el tribunal hizo caso al diagnóstico de Blanca Vázquez, que dictaminó que el principal acusado del crimen del rol estaba simulando, se hacía pasar por loco para tener así una sentencia más benévola. Rosado fue condenado a 42 años de prisión. El tribunal no apreció en él trastorno alguno que redujese su imputabilidad.
Javier Rosado dio síntomas de ese trastorno de múltiple personalidad. Desde luego que sí. Las frases de las entrevistas con ellos son tremendas: “Antes de mi nacimiento me suicidé mentalmente en octavo de EGB. No tengo imagen de mí mismo. Me veo a mí como dos autoretratos, dos fotos que había en mi casa, una con el pelo rizado, de niño gordo, pestilente, repugnante, Fasein, y en otra, alto arrogante, que deduzco que es Mara. Hubo una rebelión en COU, que fue la guerra de los maras, fue cuando tuve un desengaño amoroso, mi depresión, Mara contra Fasein”.
Fasein y Mara, parte de los personajes de su juego. Rosado le dijo a los psiquiatras que tenía 43 personalidades distintas: “tiro el dado y si sale la 26 tengo que actuar como la 26. Hablo con ellas, no me controlan, con compañeros invisibles. La que más me afecta es la 30, se llama Mara Fasein y es la raza a la que yo pertenezco”. Rosado, que siempre negó los hechos y que dijo que el escrito en el que narraba el crimen de Moreno era una ficción basada en lo que había leído en el periódico sobre el asesinato del limpiador, sí dio a los psiquiatras una posible explicación del crimen.
Dijo: “Los hechos fueron la raza número 20 ayudada por el propio Mara, que es una parte de la 30 y la personalidad 28, que es el odio y quien da la fuerza, es el único fuerte… la 20 es el mal puro… la más malvada de todas junto a la 28, su única obsesión es la nada. La 28 es la fuerza y la 30 la que da permiso para pasar a la acción… la 20 dice quiero matar, la 28 da la fuerza pues le gusta hacer daño y la 30 da el permiso… es el jefe, el que tiene el control”.
Incluso, dio una explicación al terrible escrito, a su diario: “el escrito del asesinato está hecho por la 20… dijo quiero escribir algo. La 20 se llama Lucer, es uno de los nombres de Lucifer, es la reencarnación de Lucifer que quiere acabar con el orden establecido y traerá el caos”.
En los primeros meses de condena, pasó mucho tiempo llenando cuadernos con su juego, Razas, a la vez que recibía tratamiento psiquiátrico. Después, se refugió en los libros. Rosado acabó Químicas con un buen expediente académico, pero decidió continuar su formación y se ha licenció también en Matemáticas (rama de Estadística) y en la técnica de Informática. En prisión nunca tuvo un problema con un compañero y en todo momento se mostró muy educado con los funcionarios. Incluso, aprovechó su preparación para ayudar en los estudios al resto de internos, una figura que se conoce como “tutor de ayuda”.
Su familia no le abandonó y no faltaron a ni una de las visitas a las que tenían derecho para estar con él. Antes de obtener el régimen abierto en la cárcel, disfrutó de 18 permisos sin el menor incidente, haciendo buen uso de todos ellos y en 2010, obtuvo la libertad definitiva. Afortunadamente, el terrible crimen del rol ha sido su único delito.
Por su parte, Félix Martínez tuvo una sentencia mucho más benévola. Le cayeron 12 años de los que solo cumplió cuatro al entrar en vigor la ley del menor. Antes de irse directamente a su casa, vivió durante un año en un piso tutelado de la Fundación Horizontes Abiertos. Después, se marchó a Berlín para empezar de cero y a su regreso, años después, acudió de nuevo al piso de acogida y dijo a sus compañeros y tutores una frase muy significativa: "Ya tengo mi vida organizada y quería daros las gracias. No quiero hablar más de aquello; el rol y aquel chico ya no existen, han muerto; ahora soy otra persona”.