Y es que en unos diez últimos minutos de locura, estos cuatro jugadores, acompañados del deseo irredento de Ferran Torres y de la clarividencia de superclase de Gündogan remontaron un partido que parecía perdido ante el conjunto inglés.
El doblete de Skipp en la primera parte como repuesta el temprano gol de Lewandoski se antojaba, por momento, suficiente para que los Spurs se convirtieran en el primer equipo que se llevaba el trofeo en once años (el último fue la Sampdoria en 2012).
Pero cuando Xavi empezó a dar entrada a la segunda unidad pasada la hora de juego para dar descanso a los teóricos titulares, todo cambió. En esa primera mitad, un Barça de más a menos acabó cediendo la posesión a su rival y acusando una fragilidad defensiva impropia del campeón de LaLiga. Y encima perdía por lesión a Araujo, la apuesta del técnico para el lateral derecho.
Así, en ese primer acto la mejor noticia en clave azulgrana fue la reaparición de Gavi, inédito en la pretemporada por sus problemas de espalda, y el rendimiento creciente de Oriol Romeu, al que Xavi le volvió a dar los galones en el centro del campo como el heredero de Sergio Busquets.
El catalán va agigantando su figura partido a partido. Pero el Tottenham, aún sin su estrella Harry Kane, que no viajó a Barcelona pendiente de su posible traspaso al Bayern Múnich, fue superior al equipo azulgrana durante buena parte del partido.
Más rodado y más intenso, el equipo de Postecoglou destacó por su ambición, pese a tratarse de un amistoso, por su buen trato al balón y por su insistencia hasta poner, en más de una ocasión, en aprietos a por Ter Stegen, después de un inicio dubitativo.
Hasta que en la recta final apareció Lamine para regalar con el exterior el empate a Ferran Torres tras una internada por la derecha y quebrar la cintura de Reguilón con una finta de crack en la jugada del 3-2 que Ansu definió de forma magistral.
Abde, ya en el añadido, hizo el cuarto después de que Fermín, en jugada personal, le asistiera desde la línea de fondo para sellar la victoria en el primer partido del exilio en el Lluís Companys, donde una afición desubicada, que apenas superó la media entrada, pasó de la lánguida resignación al delirio más extremo gracias a la irrupción del baby Barça y su energía contagiosa.