Entre matorrales y lascas, un niño se mueve inquieto en busca de aventuras. Tiene cinco años y es nuevo en ese paisaje de tierra y silencio. El contraste con la capital almeriense, donde nació, no se le escapa de las manos, y la pobreza y las calles sin asfaltar de aquel El Ejido todavía le vienen a la cabeza 53 años después. En cuanto pudo, cambió el desierto por Granada, pero aún hoy lleva ese primer paisaje inscrito en el cuerpo: “es muy sobrio en todos los sentidos y eso te marca, y supongo que ha dejado una huella en mi manera de ver las cosas”. Una sobriedad seca, profunda, como sus películas. Y es que Manuel Martín Cuenca, que tenía vocación de escritor hasta que se enamoró del cine, decidió que su lugar en el mundo estaba detrás de una cámara. “En la época de la Universidad, iba mucho al cine, y me apunté a un seminario que había en un colegio sobre cine clásico. Un día vino un director a dar una charla y, de repente, me di cuenta de que lo que realmente quería, más que la literatura, era el cine. Seguí con eso en la cabeza un par de años, hasta que decidí darle un bandazo a mi vida académica, dejé la carrera a la mitad, y me fui a Madrid”.
Pese a que el miedo le susurraba en la nuca, y su familia no tenía claro ese cambio de dirección, Martín Cuenca agarró con paso firme su maleta y se fue a descubrir ese nuevo paisaje cargado de luces, cámara y acción. “Sentía vértigo de abandonar un entorno familiar y conocido, pero al mismo tiempo tenía muy claro que era algo que yo tenía que hacer, no quería ser esa persona que no lo había intentado, que no se atrevió a tirarse”. Sus primeros años en la capital española no fueron fáciles y, desde entonces, Martín Cuenca mantiene con ella una relación de amor-odio (¿dónde está el mar?). Pero, pese a las dudas y los “echar de menos”, el cine pudo más. “A pesar de las dificultades, sentía que estaba tratando de hacer un arte que, para mí, era muy conmovedor y eso me empujaba a seguir adelante. El cine no tiene nada que ver con las historias ni con el argumento, sino con lo sensorial, es algo casi físico. La fuerza del cine es la fuerza de la piel. Cuando a uno le conmueve una película, lo que recuerda nunca es su argumento, sino alguna imagen que tiene que ver con la epidermis de la película. Es en lo físico donde el cine consigue su profundidad, y eso es lo que me impresionaba”.
Con esta fascinación asombrada, realizó en 1988 su primera incursión cinematográfica como ayudante de dirección en la película El mejor de los tiempos, de Felipe Vega, que lo hizo volver a su paisaje de infancia: Almería. “Era gente muy sabia, muy cinéfila, y en ese rodaje conseguí conectar con un tipo de cine que era con el que yo había soñado siempre”. Un cine caracterizado por “la sencillez, la carencia de artificio, el retrato del paisaje y de los personajes, no desde las palabras sino desde las sensaciones, desde los silencios, las miradas y los cuerpos”. Si le preguntamos ahora por dos películas que le marcaron en aquella época nos responde sin muchas dudas “Rumble Fish, de Francis Coppola y Extraños en el Paraíso, de Jim Jarmusch”. Antes que cineasta, Manuel Martín Cuenca es, ha sido siempre, espectador: “ver cine es meterte en otro universo y tiene algo de acto iniciático, de ritual, de encerrarte a ver una película durante dos o tres horas. La diferencia entre la televisión y el cine es el rito, no la sala. Es sumergirte durante ese tiempo y que no haya nada más”.
Como director, es observador y archivero, las ideas pueden llegarle de cualquier forma y en cualquier momento, pero “lo fundamental es que esa semilla tenga la fuerza suficiente para meterse dentro de ti, e insistir y persistir durante años para que sea posible construir a partir de ahí una película. Porque el proceso es tan largo que si no, no llegas a hacerla. ¿Cuáles son las ideas que tienen suficiente fuerza? No lo sabes”. Sin resolver el misterio, su última película, El amor de Andrea, es una de esas imágenes que ha resistido a los embates del tiempo y, diez años después, se ha podido hacer realidad. Martín Cuenca afirma que este último proyecto, que trata sobre “la mirada limpia y pura de la juventud” en un mundo de adultos que se equivocan, es casi tan especial como La mitad de Óscar, la película que grabó en Almería y que le fundó como cineasta: “más allá del resultado, porque yo creo que Caníbal es una película más poderosa y más contundente, pero, para mí esa película esun lugar donde vivir como cineasta”. ¿Su secuencia favorita? “Un paseo que hacen los tres personajes hasta una cala que hay entre Genoveses y Mónsul. No dicen nada, pero está todo contenido en ese silencio, en esas miradas, en ese viento”.
Manuel Martín Cuenca siente pasión por el cine y eso se refleja en su voz, que deja escapar la misma ilusión infantil con la que empezó. Le gusta todo el proceso, hasta la búsqueda de financiación, en la que siente que hay algo “de vendedor de crecepelo, de conquistar la fe de los otros. En el fondo estás vendiendo una ilusión, una quimera, porque no tienes ni idea de cómo va a quedar, y eso es interesante”. Ahora bien, no le hables de promociones, que reconoce necesarias pero “vaciantes”. En esa parte del proceso sí le gustaría saltarse lo de ser director, pero las aguanta porque de ello dependen sus proyectos, y Manuel Martín Cuenca jamás, ni entonces ni ahora, por nada del mundo, va a renunciar al placer de enfangarse en el juego y lanzar un ilusionante: “sonido, motor, ¡acción!”.