opinión

La jungla de la libertad

Por el profesor y escritor Javier Arias Artacho

Luis Méndez

La Ribera |

Javier Arias Artacho

No soy de los que piensan que la vida de un artista desmerece su obra, sobre todo porque su creación permanece en el tiempo por algún valor que la legitima, y su autor, más pronto que tarde, pasará al olvido. Ahí tenemos a la Premio Nobel de Literatura Alice Munro, brillante narradora, pero cuestionada tras su muerte por haber negado los abusos que su marido confesó que había cometido sobre su hija. O a la reciente polémica con Karla Sofía Gascón, galardonada en Cannes y nominada a los Oscar por “Emilia Pérez”, pero linchada mediáticamente por unos inconvenientes mensajes racistas en redes sociales y su notable falta de educación. No me verán a mí en esos ataques fariseos, por supuesto. El arte solo tiene valor en la medida en que nos dice algo, no debemos olvidarlo, y las obras acaban teniendo voz propia.

Sin embargo, hay importantes matices cuando advertimos que una obra puede servir para exculpar a asesinos, promover la infamia o exaltar acciones que van contra la ética de la sociedad. Fue por eso que la presión mediática frenó a Netflix en la realización de un documental sobre la vida de Ana Julia Quezada, la asesina del niño Gabriel Cruz, uno de los crímenes más mediáticos de los últimos años, por el cinismo y la premeditación de Ana Julia. Más de lo mismo acaba de suceder con la prestigiosa editorial Anagrama, que se ha visto obligada a paralizar, de momento, la distribución del libro “El odio”, cuyo autor, Luisgé Martín, consiguió que José Bretón confesara el crimen de sus hijos y se diese un baño de ego en prisión intentando lavar su imagen. Me refiero, nada más y nada menos, a aquel psicópata egocéntrico que mató a Ruth y a José, de 6 y 2 años, quemándolos en una hoguera para hacer daño a su exmujer. No corrió la misma suerte el libro de Miquel Ricart, uno de los asesinos de las tristemente recordadas “Niñas de Alcácer”. Ricart, junto a Antonio Anglés, violó, torturó y mató a tres adolescentes, uno de los casos más recordados de la criminología española. Su biografía autorizada, editada por una editorial menor y por una autora desconocida, quizás salvó la presión mediática porque estos crímenes sucedieron hace 30 años. En este sentido, nuestra sociedad tiene una gran facilidad para legitimar la vileza y la infamia y, por ello, me parecen necesarias obras como “Patria”, de Fernando Aramburu, o la reciente película “La Infiltrada”, de Arantxa Echevarría, que sitúan en el mapa de los jóvenes lo que supuso la banda terrorista ETA.

Asistimos al mercadeo de la ética simplemente por intereses económicos y egos personales. Nuestro mundo, que se jacta de ya no ser rancio, retrógrado o censurador, permite la indecencia de lucrarse sin ningún tipo de moral. Por ello tenemos a la pornografía a un clic de cualquier adolescente y se bendice el lenguaje vejatorio, soez y vulgar de cualquier reguetón. Simplemente porque vende. No hay escrúpulos para el todo vale, tan solo el rasgado hipócrita de las vestiduras cuando los excesos de la permisividad acaban facilitando un crimen, una violación o cualquier otro tipo de delito. Todo se puede ver y comprar. Es el precio de una sociedad que condena los abusos, pero que sobreexpone de sexualidad las producciones que consumen los jóvenes. Vivimos en la jungla de la libertad y algunos se creen libres. Sin embargo, la verdadera libertad es la que nos hace optar por el bien y no por el todo vale del que reniegan unos pocos, como yo.

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