En los últimos 27 años, prácticamente, no se han producido avances en la reducción de la brecha de género en lo relativo al trabajo doméstico y a los cuidados, y sólo se ha conseguido una mejora del 2% en relación a la del empleo entre hombres y mujeres. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), de seguir a este ritmo, tardaremos 209 años en que se dé por cerrada esta vergonzosa brecha. Dentro de dos siglos, como decía aquella, todas calvas.
Para las que observamos anonadadas la velocidad vertiginosa con la que evoluciona la sociedad digital, resulta cabreante comprobar a diario la lentitud de tortuga del cambio igualitario efectivo en la organización social.
Pese a todo, las que tenemos una edad (en mi caso siete décadas, de las que cerca de cuatro dedicadas al ámbito laboral), sentimos la obligación de ser optimistas, simplemente como consecuencia de nuestra experiencia personal. No se puede negar que las mujeres de mi generación, en España, partimos de la nada, de la negación absoluto a existir fuera del papel de la amantísima madre y esposa, dependiente de un hombre, sin la posibilidad de administrar su propia cuenta corriente a pesar de trabajar dentro y fuera del hogar. No se puede negar tampoco que los malos tratos eran una práctica habitual y admitida al ser la expresión máxima del sometimiento de la mitad de la población, considerada inferior por maldición divina. Esta lacra, que se ha cobrado ya nueve fallecidas en lo que va de año, sigue existiendo, pero se ha convertido en una anomalía para gran parte de la población que aprueba y aplaude el castigo penal para los asesinos, y no entiende que se machaque a la mitad de la población por el simple hecho de ser mujer.
Hace apenas una década, todavía se podía leer en algún periódico un titular similar al siguiente: “Nuevo crimen pasional: mata a su mujer al sospechar que le era infiel”. A mi humilde parecer, este titular periodístico resume a la perfección la esencia misma del machismo, del patriarcado. Resume, también como las y los periodistas (colectivo al que pertenezco) hemos sido la máquina engrasada que ha interpretado la realidad desde una óptica machista. Sin lugar a dudas, hemos colaborado a mantener una sociedad injusta y desigual, y hemos sido su fiel reflejo en la organización de las empresas mediáticas.
Tras 40 años de democracia, las mujeres periodistas son legiones pero siguen siendo víctimas del machismo empresarial. De diez periodistas parados, seis son mujeres. Continúan sin llegar a lo órganos de decisión. Entre las 30 mayores empresas de medio, que concentran el 80% de la facturación de las 100 primeras, el 75% de los 268 cargos son ocupados por hombres. La proporción baja hasta el 72% en las áreas informativas. Según la Federación Internacional de Periodistas, el acoso, el menosprecio laboral, los comentarios sexistas y las amenazas a las periodistas se dan a diario. Doy fe de que esta lacra se ha perpetuado e incrementado. El 64% de las periodistas sufren ahora hostigamiento a través de las redes.
¿Cómo puedo ser optimista teniendo estos datos sobre la mesa y observando a diario la marcha de nuestra sociedad? Pues lo soy porque miles y miles de estudiantes de institutos, miles y miles de universitarias, miles y miles trabajadoras de todos los sectores, miles y miles de jubiladas que, en la última etapa de la vida, siguen explotadas en su papel impuesto de cuidadoras, salen a la calle para evidenciar que la evolución de la sociedad hacia la igualdad total no tiene marcha atrás. Ellas, nosotras, sabemos de qué hablamos. Sabemos, sentimos que la transformación de la sociedad es imparable. El despertar se ha convertido en certeza absoluta y el cambio feminista de la organización social será. Las jóvenes lo saben, lo entienden y están dispuestas a luchar.