Hay muchas cosas que no recuerdo de la primera vez que vi jugar a Nino. No sé quién fue el rival, ni cuál fue el resultado ni si marcó uno o más goles. Pero lo que sí recuerdo lo tengo grabado a fuego: era sábado por la tarde, Nino aún no había debutado con el primer equipo y fui al partido con mi abuelo. Entonces, como ahora, yo era la clase de idiota que intentaba leer y oír casi cualquier cosa que tratara de nuestro bienamado Elche Club de Fútbol y el nombre de Nino ya empezaba a sonar. Y entonces, como ahora, se me ocurrían pocas cosas mejores que hacer un sábado por la tarde que ver a un equipo vestido con una camiseta cruzada por una franja verde, aunque jugase en Tercera división. Así que a la hora de comer cogí el teléfono, llamé a mi abuelo y le dije que por qué no íbamos al partido del Ilicitano. Si ese tal Nino marcaba tantos goles, si como decían apuntaba a figura, yo quería verlo. ¿Por qué? No lo sé, pero tenía dieciséis años, una edad a la que otra gente ya ha cometido varios delitos contra la salud pública, y me hacía ilusión pensar que el futuro goleador del Elche pudiera ser alguien salido del filial. Por eso, lo que más me apetecía en un fin de semana era ir a ver al Ilicitano con mi abuelo. La gente de pueblo, ya se sabe, tiene su corazoncito.
Ese mundo ya no existe. Para empezar, Elche tenía treinta mil habitantes menos y el teléfono del que estoy hablando era fijo, color crema antigua y con disco de marcar. Y si pienso en las pintas que debía llevar yo aquel día me dan ganas de avisar a los cascos azules. Pero hay algo que sigue ahí: Nino. Tenía dieciocho años y debutaría contra el Real Murcia varias semanas después. Muchas más semanas después, marcaría aquel gol contra el Melilla que aún nos inflama la sangre. Con los años llegarían Changuis, Serranos, Zárates, Moiseses y Frankowskis, pero tal y como llegaron se fueron y Nino siguió ahí, sin dejar de marcar goles. Algunos, como aquel en Almería, son de lo mejor que hemos visto en la vida y otros, como aquellos en Badajoz, directamente nos salvaron la vida. A los veinticinco llevaba ya tanto tiempo en la delantera del Elche que había rivales que intentaban desconcentrarle diciendo: «Retírate, viejo». Ya entonces parecía eterno, pero una verdad incómoda giraba en nuestras cabezas: ese chico tenía que jugar en Primera, aunque no fuese con nosotros. Y pasó lo que tenía que pasar.
Tardó once años en volver, pero resultó que seguía siendo el mismo. El mismo andar, el mismo pelo, el mismo chut que entra botando como si el balón llevara dentro un conejo. Lo que ha pasado desde entonces es ya historia clásica, una sucesión de acontecimientos salida de nuestros mejores sueños y de nuestras peores pesadillas. Y por eso el domingo, cuando le vi saltar, agitar el brazo y sonreír después del gol de Pere Milla, aprecié en aquella alegría algo muy distinto a la simple felicidad por un ascenso: tenía la cara de uno de nosotros, la cara de toda esa gente que durante estos años ha pasado más de una noche mala, la cara, en fin, de todos aquellos chavales que un sábado llamaron a su abuelo y le dijeron que por qué no iban esa tarde al partido del Ilicitano.
Va a ocurrir lo que pensábamos que nunca ocurriría. Y cuando Nino por fin pise el césped con la camiseta del Elche en Primera, todos lo pisaremos con él. Porque ahora sí veremos a Nino pisar el césped con la camiseta del Elche en Primera.