Una noche, al volver a la cueva que servía de refugio a los miembros de su tribu, el mono humanoide Moon-Watcher se encuentra con una extraña estructura de cristal, una especie de monolito de gran tamaño que rápidamente capta su interés, pero del que se olvida muy pronto al percatarse de que no es comestible. Al poco tiempo, se revela la verdadera función del monolito, que no es otra que la de penetrar en las mentes de nuestros antepasados e inducir en ellas nuevas capacidades que, con el tiempo, acabarán desembocando en el desarrollo de una inteligencia capaz de crear tecnología.
Muchos lectores habrán reconocido en estas líneas la trama de la novela 2001. Una odisea en el espacio, de Arthur C. Clarke, y de la película del mismo título, dirigida por Stanley C. Kubrick. A estas alturas no es necesario comentar que el monolito del que hablamos es obra de una civilización extraterrestre que observa las vidas de otros planetas y “experimenta” con ellas para favorecer el desarrollo de inteligencia en el mayor número de lugares del cosmos.
Buscando respuestas simples para cuestiones complejas
Entender cómo nuestra especie se hizo inteligente es uno de los enigmas evolutivos que aún están sin resolver. La producción de mutaciones de pequeño efecto, seguida de la selección de las más favorables, parece un proceso demasiado lento para que aparezcan estructuras tan complejas como el sistema nervioso y el cerebro. Esa complejidad es lo que permite que millones de neuronas se comuniquen entre sí para dar como resultado la aparición de cualidades como la capacidad de responder de forma voluntaria a los estímulos del medio o hacerse preguntas sobre la propia naturaleza del hombre y el universo.
Hoy día sabemos que existen mecanismos evolutivos que implican grandes saltos de complejidad, pero eso no evita que cuando algo resulta difícil de comprender se acabe recurriendo a fuerzas no humanas —llámense dioses, extraterrestres o formas de energía— para intentar explicarlo.
Esto ha sucedido siempre y en todas las culturas. Un ejemplo clásico es la atribución de fenómenos atmosféricos comunes —como el trueno, los relámpagos o las inundaciones— a la ira de Dios. Si eso sucedía cuando no habíamos despegado del suelo, no es extraño que recurramos a los extraterrestres para explicar otros fenómenos que solo han sido observables cuando viajar por las alturas formó parte de nuestra normalidad.
El aliciente del misterio
La posibilidad de que nos hayan visitado seres de otros mundos siempre nos ha fascinado. Más aún cuando se añade el ingrediente del misterio.
Cualquier fenómeno nos resulta más interesante cuando parece que se intenta ocultar por alguna oscura razón. La atracción por las conspiraciones alimenta ideas sin ninguna base científica, como el terraplanismo, que el hombre no ha llegado a la Luna o que las vacunas pueden manipular nuestro comportamiento.
Aunque se demuestre repetidamente que esas ideas son mentira, su rápida expansión a través de las redes sociales, utilizando un lenguaje simple, categórico y que apela a nuestros sentimientos, las convierte en armas muy poderosas.
Las supuestas “pruebas” sobre las visitas de extraterrestres son tan dispares como ciertos pasajes de la Biblia, o las representaciones que existen en algunos petroglifos de seres u objetos con una apariencia que puede hacer pensar en extraterrestres o naves espaciales. Estas últimas habitualmente con la forma de platillos volantes.
Pero no debemos olvidar que el hombre siempre ha creado seres imaginarios que se parecían a él y a los que atribuía propiedades mágicas. También ha imaginado a sus dioses, les ha dado apariencia humana y, como era de esperar, casi siempre los ha situado en el cielo.
Miramos esas representaciones con nuestros ojos de hoy, y eso nos lleva a asociarlas con seres o estructuras extraterrestres, cuando en realidad podrían referirse a cualquier otra cosa.
Cuando las historias no comprobadas adquieren dimensiones colosales
Recientemente, en el congreso de Estados Unidos, los ovnis (actualmente llamados FANI, siglas de “fenómenos atmosféricos no identificados”) han vuelto a ponerse de moda. Y lo han hecho de la mano de un exoficial de inteligencia de la Fuerza Aérea que sostiene que el Pentágono tiene en su poder restos de naves alienígenas y “restos biológicos no humanos”. Las afirmaciones fueron reforzadas por la presencia de un comandante retirado de la Marina y un expiloto de la Armada.
Lo cierto es que, cuanto más exploremos nuestros cielos, más posibilidades tendremos de encontrarnos con fenómenos que no sabemos explicar. Pero eso no significa que sean de origen extraterrestre. La experiencia nos muestra que en la mayor parte de los casos corresponden a efectos ópticos, globos espía o meteorológicos, chatarra espacial, o incluso satélites creados por nosotros mismos.
En España también se habló mucho de estas experiencias entre los años 60 y 80 del siglo pasado. En esa época todo el mundo conocía a alguien convencido de haber visto algún ovni. Se llegó incluso a inventar un exoplaneta, Ummo, que estaba habitado por una civilización más avanzada que la nuestra y que estableció contacto con personajes terrestres. En sus supuestas cartas, los ummitas explicaban algunos conceptos como la herencia genética o la estructura celular.
Lo cierto es que, ahora mismo, leer algunas de esas cartas solo puede hacernos sonreír. La historia del planeta Ummo fue una estafa colosal, confesada por su propio creador.
La mentira desembocó en la creación de una red de pederastia, algo que nos debe hacer reflexionar sobre las nefastas consecuencias que puede tener la expansión de noticias inventadas.
¿Negamos la posibilidad de la existencia de civilizaciones extraterrestres inteligentes?
La respuesta es que, por supuesto, no. El universo es inmenso y es muy probable que procesos similares a los que han conducido a la aparición de la vida en la Tierra también hayan tenido lugar en otros planetas. Pero de ahí a que esos seres nos estén visitando hay un gran trecho.
Los planetas extrasolares están muy alejados y estamos limitados por la velocidad de la luz que, según las leyes de la física establecidas por Einstein, no se puede superar. El viaje a un planeta extrasolar “cercano” nos llevaría miles de años. Quizás una civilización más avanzada podría haber reducido ese tiempo, pero no hasta el extremo de convertirlo en algo fácil y común.
En cualquier caso, si existen restos de naves y seres extraterrestres almacenados en algún lugar, ¿por qué no se muestran? Los científicos estaríamos encantados de analizar esa materia orgánica para ver cómo está organizada, qué tipo de metabolismo la sustenta o qué moléculas utiliza para almacenar la información genética.
Mientras no haya pruebas, no estamos hablando de ciencia, estamos hablando de historias. Y las historias pueden ser muy entretenidas para pasar el rato, pero, al menos las de este tipo, no ayudan a construir una visión más acertada de la realidad.
Ester Lázaro Lázaro, Investigadora Científica de los Organismos Públicos de Investigación. Especializada en evolución de virus, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.