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Las historias de emigrantes que unen y separan la Bauhaus y 'The Brutalist'

Adrien Brody ha sido nomida al Oscar a Mejor Actor Principal por su papel en la película de Brady Corbet.

José Vela Castillo

Madrid |

Adrien Brody en la presentación de The Brutalist
Adrien Brody en la presentación de The Brutalist | Europa Press

László Toth, un arquitecto judío húngaro y superviviente del Holocausto, emigra a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial buscando una nueva vida. Allí, después de unos duros inicios, un rico empresario reconoce su talento y le ofrece un contrato que cambiará su vida.

Ese es el muy breve resumen de The Brutalist, la película de Brady Corbet con Adrien Brody en el papel de Toth. Las casi cuatro horas de film narran la historia de un protagonista ficticio pero inspirado en muchos casos reales.

Durante el periodo del ascenso del nazismo en Alemania, y especialmente tras la desaparición de facto de la conocida como República de Weimar (1918-1933), numerosos intelectuales, científicos y hombres de cultura optaron por emigrar. Lo hacían a la búsqueda de un clima más favorable en el que cultivar su trabajo, pero también, directamente, para salvar la vida.

El legado de la Bauhaus

Muchos de estos emigrantes eran arquitectos ligados a la Bauhaus, la famosa escuela de diseño y arquitectura establecida en 1919 en Weimar. La institución, que luego se trasladó a Dessau y finalmente a Berlín, dejó un legado que perdura hasta hoy.

Entre esos que dejaron Alemania se encuentran los directores de la Bauhaus en las ciudades mencionadas: los arquitectos Walter Gropius –su fundador, primer director en Weimar y luego en Dessau (y diseñador del nuevo edificio que allí se construyó)–, Hannes Meyer –su sucesor en Dessau– y Mies van der Rohe –director en Dessau y finalmente en Berlín, donde la escuela fue cerrada por el gobierno nazi–.

Ciertamente la Bauhaus es un lugar privilegiado para estudiar el desarrollo cultural, político y social de la Alemania de entreguerras. Y aunque su titulación de arquitectura no se estableciese hasta aproximadamente la mitad de su andadura, también es interesante su estudio para la propia arquitectura.

Porque, aunque de distinta manera y con distintas prioridades, los tres arquitectos mencionados practicaron una arquitectura moderna que era representativa de un movimiento mucho más amplio que trató de cambiar –consiguiéndolo solo en parte– la estética y la ética de la arquitectura, e incluso de la vida, del momento. Los tres enseñaban a romper con los estilos del pasado para ofrecer una arquitectura de raíz progresista que respondiese a las necesidades físicas, estéticas y culturales de la época.

No fueron los únicos, es obvio decirlo. Pero a través de ellos (y otros colegas de la Bauhaus) se puede ofrecer un interesante panorama de esta emigración que cuestione o amplíe las interpretaciones al alcance del público general.

El sueño americano

Cuando nos referimos a este proceso de emigración de arquitectos e intelectuales alemanes (o ligados culturalmente a la Alemania de Weimar), la primera imagen en la que se piensa es la de la emigración a América. O, más precisamente, a los Estados Unidos de América, el país de las oportunidades, la tierra prometida desde siglos atrás. Eso hace el cinematográfico László Toth.

Es la más conocida, seguramente la más extensa, pero no la única. Además, suele venir a la cabeza como prototipo el del arquitecto individualista, genio de la creatividad, por supuesto de género masculino, que antepone sus ideales constructivos por encima de cualquier cosa. Esta imagen fue popularizada por la novela El manantial, de Ayn Rand, publicada precisamente en 1943, y por la película del mismo título, protagonizada por Gary Cooper y dirigida por King Vidor en 1949.

Lo cierto es que el panorama es más complejo y problemático. Volviendo a nuestros tres arquitectos, si bien los tres tienen elementos en común entre sí, especialmente en su compromiso con una arquitectura moderna y transformadora que responda –o dé forma– a la vida contemporánea, ni los tres emigraron a Estados Unidos, ni lo hicieron en el mismo momento, ni con las mismas aspiraciones, ni su compromiso político y ético fue el mismo, ni los tres antepusieron su arquitectura por encima de todo.

Walter Gropius, de familia notablemente acomodada, dejó Alemania inicialmente en 1934 por Reino Unido para recalar en 1937 en Boston, Massachusetts, como notable miembro del claustro de la recién establecida Escuela de Arquitectura de la Universidad de Harvard (Graduate School of Design). Allí, además de enseñar crearía una práctica colaborativa de arquitectura denominada TAC (siglas de The Architects’ Collaborative).

Ludwig Mies van der Rohe, seguramente el más brillante de todos, permaneció en Alemania hasta 1938, donde siguió trabajando en un ambiente político no del todo edificante. Finalmente recaló en Chicago como director del Illinois Institute of Technology y comenzó una brillantísima carrera que le llevaría a ser el gran arquitecto de la posguerra mundial en Estados Unidos (y quizás en el mundo). Su obra es clave, entre otras cosas, en el desarrollo del edificio corporativo de oficinas que definiría el capitalismo expansionista estadounidense tras la guerra.

Aquí es interesante mencionar el caso de su socia en Berlín de tantos años, la diseñadora y arquitecta Lilly Reich, también profesora en la Bauhaus. Reich ha sido una figura silenciada, hasta muy recientemente, tanto en la autoría compartida de gran parte de las obras de Mies van del Rohe como en su obra individual. Afortunadamente, investigadoras como Laura Martínez de Guereñu están profundizando en su vida y su trabajo.

Reich optó finalmente por quedarse en su país natal y acogerse, más bien, a una emigración interior. Cuánto contribuyó a ello su condición de mujer no es fácil determinarlo, pero seguramente mucho.

El viaje al otro lado

Como vemos, sí hubo arquitectas trabajando en la Alemania de la época, aun sin apenas reconocimiento precisamente por su condición de mujeres.

Y ciertamente hubo también arquitectos, y muchos, cuyo perfil no cuadraba del todo con el del artista creativo que antepone su arte a todo que presentábamos al inicio, sino con el del intelectual progresista comprometido políticamente (y no solo estéticamente). En muchos casos estos estaban muy cercanos al comunismo y a la alternativa social que ofrecía la Rusia soviética del momento.

Hannes Meyer, el menos conocido de los tres directores mencionados, eligió este otro camino.

Su búsqueda del lugar ideal donde trabajar no incluía la sociedad mercantilizada e individualista del capitalismo estadounidense, sino, siguiendo su filiación comunista, la de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a donde llegó a finales de 1930. Su modelo era el del arquitecto plenamente al servicio de la sociedad, que huye de cualquier protagonismo estético o artístico. Su convencimiento era que solo se podía practicar ese tipo de arquitectura al servicio de la sociedad en una sociedad sin clases y donde los medios de producción perteneciesen al proletariado.

Permaneció en Moscú hasta 1936, cuando el país, bajo la dictadura de Stalin, se fue cerrando a la presencia extranjera. Tras volver a Alemania emigraría de nuevo a México en 1939, y trabajaría enérgicamente durante diez años en el contexto de los programas progresistas de reforma social y política impulsados por el presidente Lázaro Cárdenas. Regresó finalmente a su Suiza natal, donde fallecería en 1954.

Los emigrantes que imitaron los pasos de Meyer no solo no querían ir a Estados Unidos, sino que buscaron su refugio donde mejor podían (o creían que podían) perseguir sus ideales, que eran menos los de una arquitectura bella que los de una arquitectura que ayudase a crear una sociedad y un hombre nuevo. De hecho, y siguiendo la formulación del académico Daniel Talesnik, se puede hablar de una “Bauhaus roja” (Red Bauhaus), formada por arquitectos modernos que, tras su huida –necesaria– de la Alemania nazi, trabajaron para el gobierno soviético.

Son, desde luego para el público general, y hasta no hace tanto para el académico, menos conocidos estos otros casos, cuyo periplo apenas hemos bosquejado aquí, pero no menos importantes. Y merecen un lugar en la historia mayor del que parece habérseles otorgado.

José Vela Castillo, Profesor de Teoría, Historia y Proyectos de Arquitectura de la IE School of Architecture and Design, IE University

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