Esa cualidad le ha permitido que 50 años después de lanzar su primera campaña a un cargo público como senador de Delaware haya logrado ahora el mayor premio al que aspira un político norteamericano: el de presidente de la nación. Al que llega con la mayor preparación de ningún otro ocupante del 1.600 de Pennsylvania Avenue en la historia reciente.
Con 38 años de experiencia como senador y ocho de vicepresidente, Biden conoce Washington como nadie y, sin embargo, se siente un hombre del pueblo. En sus tiempos de senador regresaba con orgullo todas las noches a su casa, tomando el tren desde la capital, porque nunca se olvidó de lo importante que era para él su familia y saber que el poder que tenía como político era efímero. Lo que perdura es el amor a sus seres queridos, a sus orígenes y a sus ideas. Y las amistades que ha hecho en el camino.
Biden no va a quit a los norteamericanos, no los va a dejar plantados porque siempre ha estado cerca de aquellas personas que saben lo duro que es ganar un dólar, que se sacrifican, que han sufrido los cambios de la tecnología que han cerrado sus compañías y que han perdido sus puestos de trabajo a consecuencia de los acuerdos comerciales firmados con Méjico, Canadá o Asia. Y que en su momento él apoyo también.
Durante buena parte de su carrera política a Biden pocos le han tenido en serio. El nuevo presidente tiene fama de hablar de más, de hacer bromas en el momento más inoportuno y de perder el norte casi siempre. Cuando recuerda las cosas que le decía su madre en la cocina de su casa las audiencias que le conocen ya saben que hay que prepararse pacientemente a que cuente una historia interminable.
Biden no se ha olvidado jamás de que nació en Scranton, un pueblucho de Pennsylvania donde la gente nacía para largarse cuanto antes del lugar. Y a donde le gusta regresar cuando necesita que le resbalen las adulaciones que recibe.
Muchos analistas, periodistas y colegas de profesión le han considerado un peso pluma de la política, un segundón que ha llegado casi siempre tarde y al que, ahora, ya se le ha pasado la hora. Y, sin embargo, en esta campaña electoral ha tenido la habilidad de saber qué querían en este momento los estadounidenses aunque al principio de las primarias demócratas ni los votantes de Iowa o de New Hampshire estuvieran muy interesados en lo que les decía.
Biden ha adivinado que lo que más necesitaban sus compatriotas era un sanador en jefe, una persona con empatía que reconociera lo que están sufriendo los cientos de miles de personas que han perdido un ser querido a consecuencia de la pandemia o los millones que han perdido un puesto de trabajo o han tenido que cerrar un negocio porque se han quedado sin ahorros y los bancos ya no les dan dinero.
Desde que en abril del año 2019 inició en Pittsburgh, en Pennsylvania, su carrera presidencial hasta que la terminó en Scranton la pasada semana su objetivo fue demostrar que no era un radical que vendía un cambio ideológico a la nación, del extremismo conservador de Trump al socialismo que representan Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez.
Con su oferta de un centrismo compasivo y de vuelta a la normalidad, Biden ha sabido ganarse a los afroamericanos, a millones de latinos que no se han creído que es un socialista, a muchos trabajadores que estaban detrás de la gran Blue Wall, esa muralla azul en la que viven los obreros de fábricas de automóviles, de maquinaria, de construcción y de ingeniería. Y con su lema de reconstruir el alma de la nación también a muchos hombres blancos y a sus mujeres, de zonas rurales y especialmente de los suburbios.
Su decencia, su empatía y su capacidad de comprender el sufrimiento de los otros le han dado la Casa Blanca en un momento en el que la vida de la nación está totalmente conectada con el nuevo presidente y con Kamala Harris, la vicepresidenta. Un institucionalista que ha superado el dolor y la perdida de sus seres queridos y que ha sobrevivido al fracaso y al rechazo en sus dos intentos anteriores de llegar a la presidencia. Y la senadora Harris que representa a la emigración del país, hija de india y jamaicano, y que llega a la vicepresidencia un siglo después de que las mujeres de Estados Unidos obtuvieran el derecho de votar.
Biden aspira a ser la medicina ideal para curar los males de esta nación, polarizada, dividida, crispada, frustrada y en la que la mitad no confía en la otra mitad. El nativismo, aislamiento, proteccionismo, xenofobia, populismo y el racismo forman parte de las entrañas de este país desde su nacimiento.
Trump no los ha creado. Trump los ha exacerbado y Biden, un hombre religioso, el segundo católico en llegar a la Casa Blanca, desea curar las heridas de Estados Unidos y las de los ojos de los europeos, americanos y asiáticos que ven a su país con miedo, rechazo y desconfianza utilizando en los primeros días de su gobierno decretos para regresar al acuerdo climático de París, devolver a Estados Unidos a la Organización Mundial de la Salud, suspender la persecución a las personas procedentes de naciones árabes y permitir que los jóvenes que cruzaron ilegalmente la frontera con Méjico de la mano de sus padres se queden para siempre aquí.
Y sobre todo se ha comprometido a escuchar a los científicos para que ellos sean el Ejército que derrote a la Covid-19. Y en la Casa Blanca tendrán a un comandante en jefe que escuche sus consejos y que los cumpla.