Son las ocho de la tarde del 3 de noviembre en Pensilvania, todos los ojos caen sobre este estado pues quien gane el colegio electoral sumará los 270 compromisarios necesarios para alzarse con la presidencia. Gracias al voto en persona, Trump va en cabeza por 20.000 votos. A las 10.30 Trump, se declara vencedor a través de Twitter: "Four More Years to Make America Great Again". Las agencias de noticias deciden esperar y con el paso de las horas el conteo de los votos por correo acaba por darle la ventaja a Biden. Trump declara que se ha producido un fraude en el voto por correo y decide emplear todos los recursos a su alcance para permanecer en el poder.
No se trata de un episodio de House of Cards, sino de uno de los escenarios posibles descritos por académicos como Edward Foley, profesor de Ley Electoral de la Universidad Estatal de Ohio, en unos comicios en los que muchos piensan que está en peligro la democracia más antigua del mundo. El actual presidente, Donald Trump, se ha negado a adelantar si aceptará una derrota que parecen predecir los sondeos. El tema preocupa tanto que en junio de 2020 más de 100 analistas, políticos se reunieron bajo el paraguas del grupo Transition Integrity Project para simular con técnicas de “juegos de guerra” las distintas posibilidades, incluyendo que ninguno de los dos candidatos aceptara una derrota.
La democracia norteamericana se asienta más en tradiciones que en leyes. En el caso de las elecciones presidenciales, resulta fundamental el “concession speech”, ese discurso que ofrece el candidato perdedor y que no está escrito en ninguna parte, pero legitima el resultado de unas elecciones, desmoviliza a los partidarios y asegura una transferencia pacífica de poderes en el interregno desde las elecciones hasta la toma de posesión el 20 de enero.
El precedente más inmediato en el que se rozó el desastre fue en el 2000, cuando una decisión del Tribunal Supremo paró un recuento en Florida que podría haberle dado la presidencia a Al Gore frente a George Bush. Para algunos analistas, aquello fue el equivalente a un golpe de estado. Sin embargo, la admisión de la derrota por parte del primero evitó una crisis constitucional de proporciones inimaginables.
Del espejismo rojo a la ola azul
Larry Diamond y Edward Foley describen el siguiente escenario. Durante las primeras horas del 3 de noviembre, Trump va en cabeza debido al voto en persona que suelen depositar en mayor medida los votantes republicanos. Es lo que se conoce como el “espejismo rojo” (el rojo es el color del partido republicano). Si el recuento parara en ese momento, Trump sería el ganador. Sin embargo, quedan millones de votos por ser contados en los estados péndulo. En los días siguientes, llega la “ola azul” (demócrata) de los votos por correo y Joe Biden supera los 270 votos electorales que le dan la presidencia. Donald Trump reclama que hay fraude y exige a las legislaturas republicanas de Florida y Pensilvania que nombren una delegación que les atribuya los votos del colegio electoral, algo perfectamente constitucional en caso de disputa.
Trump declara como ilegal el resultado alegando, como ya hizo en 2016 para justificar su derrota en el voto popular, que han votado millones de inmigrantes ilegales, o en que los votos por correo son el producto de interferencias de gobiernos extranjeros. Según Foley, la clave está en los estados que tienen gobernadores demócratas y legislaturas republicanas, como Wisconsin o Pensilvania. La legislatura podría enviar los votos electorales a Donald Trump, pero el gobernador tiene derecho a enviar otra delegación reclamando que esos votos pertenecen a Joe Biden. Esto ya sucedió en 1876 en las elecciones entre Tilden y Hayes y se rozó el desastre. Solo se alcanzó un compromiso a 2 días de la inauguración, el cual costó a los afroamericanos un siglo más de discriminación pues supuso el fin del período conocido como Reconstrucción.
La certificación del resultado electoral y los procedimientos están detallados entre la enmienda número 12 y la Ley de Recuento Electoral de 1887, la cual fue definida por los expertos de la época como ininteligible. El 6 de enero se realizaría una sesión conjunta entre el Congreso y el Senado. Según algunas interpretaciones, sería Nancy Pelosi, como portavoz del Congreso, quien actuaría como presidenta provisional hasta solucionar qué delegación de cada estado era la portadora legítima de los votos electorales. Sin embargo, bajo determinadas circunstancias, este poder podría ser reclamado por el presidente del Senado, cargo que en EEUU recae en Mike Pence, quien podría decidir además que hay que seguir adelante y sería él quien decidiera el ganador de las elecciones.
En este caso, podría ser el Tribunal Supremo quien interviniera para decidir las elecciones. Sin embargo, podría no ir más allá de fijar fechas para el conteo de los votos, como hizo en el 2000, y no intervenir en absoluto en el marasmo del congreso y el senado, declarándolo un asunto político. Incluso si lo hiciera, un Supremo con tres jueces nombrados por Trump, el último de ellos rompiendo la tradición de no hacerlo en año de elecciones presidenciales, y seis jueces conservadores de un total de nuevo podría ser percibido como falto de legitimidad suficiente como para impedir disturbios en las calles.