Ocultos tras el protagonismo que acapara la guerra que se está librando en Ucrania, se cumplen estos días veinte años del comienzo de la operación militar que puso fin al despotismo de Saddam Hussein, que alteró irremediablemente el equilibrio de poder en Oriente Medio y que sacudió los cimientos del sistema internacional de una forma aún no totalmente vislumbrada.
La operación Iraqi Freedom fue una deslumbrante ofensiva convencional ejecutada con notable pericia profesional por una fuerza conjunto-combinada liderada por Estados Unidos. Nada pudo hacer ante su superioridad un poco motivado enemigo iraquí compuesto por una amalgama de unidades del ejército regular, de la Guardia Republicana y de milicias improvisadas, que trató inútilmente de contener el torrente ofensivo que anegaba el país.
De lo fulgurante de la operación habla por sí solo el hecho de que, tan solo veintiún días después de abandonar sus posiciones de partida en Kuwait, las fuerzas de la coalición alcanzaran Bagdad, provocando el colapso del régimen de Saddam, cuyo fin selló definitivamente la posterior captura y ejecución del dictador.
La posición estratégica norteamericana empeoró
Sin embargo, como ya sucediera en Vietnam, esa incuestionable victoria militar no tuvo su traducción al nivel de la estrategia política. En otras palabras: los objetivos alcanzados por las armas no estaban alineados con los definidos en el nivel político y no sirvieron para mejorar la posición estratégica norteamericana, en clara contradicción con lo que corresponde a la naturaleza política de la guerra que tan sagazmente había identificado Clausewitz.
Esta falta de alineamiento es, tal vez, el mayor reproche que, desde el punto de vista técnico, se puede hacer al diseño estratégico norteamericano. Reforzada por decisiones como la de disolver las fuerzas armadas iraquíes, que echó a miles de soldados en brazos de la insurgencia, semejante miopía estratégica hizo que la conclusión de la ofensiva convencional, lejos de significar el final de las operaciones militares en Irak fuera, en realidad, el comienzo de una ocupación cuyos parámetros tardó en comprender el liderazgo norteamericano, y que alteró drásticamente el paisaje estratégico de la región.
Súmense a ello episodios, puntuales pero terribles, como el de Abu Ghraib o el del fracaso en la búsqueda de armas de destrucción masiva, para entender el efecto que la Guerra de Irak ha tenido –está teniendo– sobre el poder militar norteamericano, desgastado por el esfuerzo, y sobre su reputación internacional, mellada de una forma de la que aún no se ha recuperado totalmente.
China aprovechó el momento
Con la perspectiva del tiempo, algunos efectos negativos de la guerra aparecen nítidos.
Primero, el esfuerzo de una década para transformar Irak en un sistema democrático que no diera cobijo a grupos terroristas fue aprovechado por China para reducir la brecha económica que le separaba de Estados Unidos y cuestionar su posición de principal potencia global. Probablemente, la ausencia de guerra no habría servido para evitar la emergencia del poder chino. Pero, quizás, esta habría tardado más en llegar y, sobre todo, se habría producido con unos Estados Unidos asentados sobre una base más sólida.
Segundo, cuando finalmente Washington decidió abandonar Irak, dejó tras de sí un estado fallido, profundamente dividido y a merced de Irán, y fértil para el crecimiento de grupos como el Estado Islámico.
Tercero, esa misma salida generó un vacío en la región que alteró el equilibrio de poder en que se había instalado en los largos años de Pax Americana y que otros –China comienza a asomar– se apresuran a llenar.
España no permaneció ajena a las ondas de choque provocadas por la guerra. La decisión del gobierno de la época de implicarse en la postguerra con un contingente del Ejército de Tierra sirvió de pretexto a quienes quisieron aprovechar la circunstancia para –con éxito, hay que decir– introducir una cuña en la coalición occidental y desestabilizar la política nacional, doméstica y exterior.
Fin a una tiranía
Vista en retrospectiva, la pregunta de si la guerra mereció o no la pena surge de forma natural. Los largos años de operaciones en Irak sirvieron, desde luego, para librar a ese país de la tiranía del partido Baʿath, encarnada por Saddam, y terminaron, junto con las ejecutadas en Afganistán, doblegando a Al Qaeda. Sin embargo, el precio pagado en sangre para, finalmente, dejar tras de sí un Irak roto y un Oriente Medio desestabilizado, y el desgaste económico y en términos de prestigio internacional que ha tenido que pagar Norteamérica arroja un balance bastante más matizado. ¿Ha acercado la guerra a Estados Unidos a su declive como potencia global?
Con independencia de todas estas consideraciones, no puede omitirse una referencia a los soldados norteamericanos, iraquíes e internacionales –once españoles entre ellos– que entregaron generosamente su vida en el cumplimiento del deber al servicio de sus respectivos países. Que su sacrificio no haya sido baldío y se vea siempre recompensado por la gratitud y el recuerdo.
Salvador Sánchez Tapia, Profesor de Análisis de Conflictos y Seguridad Internacional, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.