La desconocida enfermedad que inquietaba a todo el mundo causada por un nuevo y diferente virus en China llegó, oficialmente, a España un 31 de enero de 2020, aunque más tarde se supo que ese no fue el primer caso. En marzo la inquietud creció en cuestión de pocos días. España se decretó en estado de alarma y cerró toda actividad no esencial.
Y esos 10.000 contagios previstos en la primeras semanas, al poco tiempo, eran como mínimo, los que se notificaban cada día. La vida social, el trabajo presencial, la cercanía, la gente en las calles desaparecieron, y a cambio los hospitales, las UCIS, las morgues se llenaron… víctimas que se iban sin despedida, a pesar del esfuerzo de los sanitarios.
Quedarnos en casa redujo la presión en hospitales, disminuían los contagios y también los fallecimientos. España se preparaba para "desconfinarse", para la desescalada.
Salimos del estado de alarma y por un momento, aunque con nuevas costumbres, como la mascarilla. Esa nueva normalidad se materializó durante el verano… Un verano que, al relajarnos, aumentó los contagios y la llegada de la segunda ola, que se intentó frenar y paliar con confinamientos y medidas quirúrgicas, esta vez en manos de las comunidades autónomas.
Con la recta final del año, los ojos puestos estaban puestos en las vacunas. La de Pzifer, la primera de ellas, llegó el 27 de diciembre. Pero también llegaron en las celebraciones de Navidad, las reuniones y el aumento de los contagios.
Precaución y responsabilidad son los dos factores a los que todavía nos agarramos para paliar los efectos de esas reuniones en una tercera ola en la que ya estamos inmersos y cuyos resultados, con la incidencia al alza, veremos con el 2021 ya estrenado.