En un artículo precedente reseñábamos los riesgos para la salud mental por los que debemos retrasar lo máximo posible el momento de acceso de niños y adolescentes a los móviles. En esta ocasión nos adentramos en otro problema que no afecta sólo a los menores, sino que empieza a hacer estragos también entre los adultos: la pérdida de atención.
Pensemos en tres escenas ilustrativas y habituales:
Un grupo de adolescentes sentados unos junto a otros, pero perdidos todos ellos en la profundidad de sus pantallas.
El interior de cualquier transporte público, donde los tradicionales lectores son ya muy escasos, y la mayoría de los usuarios tiene la cabeza inclinada sobre su dispositivo digital con el que se deleitan jugando a un anodino juego hiperadictivo o haciendo scroll infinito sobre los contenidos de la red social.
Nos pasa a diario: mientras acabamos una tarea determinada en el ordenador, salta un mensaje que nos avisa de un nuevo correo. El correo lleva un enlace sobre el que pinchamos y nos lleva a un vídeo en una red social. Inmediatamente después se nos ofrece otro vídeo, y otro, y otro. Un par de horas después, no hemos terminado la presentación, y ya no tenemos tiempo.
Atrapados sin objetivo
Los tres ejemplos expuestos demuestran cómo las aplicaciones generadas para los teléfonos móviles inteligentes han conseguido desarrollar sistemas que atrapan la atención del usuario. Tiene sentido que ese sea su objetivo porque, dado que la mayoría de ellas son gratuitas, su beneficio procede del tiempo que la audiencia pasa dentro y, por lo tanto, del sometimiento a la publicidad que incorpora y del volumen de datos sobre sus gustos y preferencias que está proporcionando al promotor.
Según los datos del Instituto Nacional de Estadística de 2022, el 40 % de los niños de 11 años tenían móvil, cifra que aumenta al 75 % a los 12 y supera el 90 % a los 14. Cualquiera de las aplicaciones que manejan en estos dispositivos responde a la lógica industrial de internet: rapidez y eficiencia, es decir, lo queremos ya y con el menor esfuerzo.
Esta generación que ha crecido a velocidad de clic, salta de un contenido a otro sin profundizar. En palabras de Byung-Chul Han en su libro No Cosas (2021): “Rápidamente se crea la necesidad de nuevos estímulos. Nos acostumbramos a percibir la realidad como fuente de estímulos, de sorpresas”.
Nuestra atención no consigue concentrarse en un objeto concreto y ese “tsunami de información arrastra al propio sistema cognitivo en su agitación”.
Un cerebro cambiante
En este sentido, la pérdida de atención se relaciona con una merma de la capacidad de concentración. Como señala Nicholas Carr en Superficiales, ¿qué está haciendo internet con nuestras mentes? (2010), el cerebro cambia en función de nuestras experiencias. Y así como el libro servía para concentrar nuestra atención, los dispositivos móviles nos habitúan a picotear y a sobrevolar la superficie de las cosas sin llegar a aprehenderlas del todo.
Cuando aparece en grandes cantidades, la información que recibimos deja de ser relevante. Y ante ese fenómeno de saturación informativa, nuestro cerebro reacciona bloqueando la información. Pero ese contenido descartado no desaparece, sino que contamina los canales de información y nos impide determinar e incluso encontrar lo que nos interesa, a la vez que limita nuestra capacidad de atención.
Impacto en la manera de aprender
Todo lo anterior se relaciona con el concepto de mind wandering o “vagabundeo mental”, directamente conectado con la adicción al uso de móviles. Esta utilización condiciona la manera de aprender que tienen los jóvenes. Para captar la atención, hay que buscar el vínculo emocional con la materia. Pero se produce un problema cuando el exceso de inputs fomenta la ley del mínimo esfuerzo.
Para recuperar la atención, el cerebro necesita encontrar espacios libres de ese ruido permanente. Los adultos, con un pensamiento crítico suficientemente desarrollado, una voluntad entrenada, una adecuada percepción del tiempo y la habilidad de organizarlo, pueden generar con esfuerzo esos espacios de atención máxima.
Los menores todavía no han adquirido esas estrategias de comportamiento y, a base de perder la atención, corren el riesgo de no recuperarla. Si dejamos que los niños y adolescentes dispongan de dispositivos digitales antes de que hayan adquirido la madurez suficiente para regular sus impulsos, estaremos dando rienda suelta a que su atención se disperse y que cada vez les sea más difícil concentrarse en la misma actividad durante el tiempo necesario.
Ignacio Blanco-Alfonso, Catedrático de Periodismo de la Universidad CEU San Pablo (Madrid, España), Universidad CEU San Pablo y María Solano Altaba, Profesora de la Facultad de Humanidades y CC. Comunicación Universidad CEU San Pablo, Universidad CEU San Pablo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.