Nadie salta a un barco que viaja al Cabo de Hornos sin haberlo deseado mucho tiempo, sin haber seguido con el dedo sobre un mapa un itinerario, sin haber leído en alguna ocasión sobre las aventuras de los marinos que se enfrentaban a las aguas tempestuosas que bañan el extremo meridional de América. Yo tuve ocasión de viajar con los cruceros Australis y recuerdo perfectamente la emoción y las caras alegres de los pasajeros que estábamos en cubierta a pesar del viento cuando salimos del puerto chileno de Punta Arenas y enfilamos por el estrecho de Magallanes. No todos los días navegas por este estrecho que durante siglos ha sido sinónimo de aventura y lejanía y además sabiendo cuál es el destino de tu viaje. Recorrerlo en crucero que navega por el estrecho de Magallanes, por el canal Beagle, rumbo al extremo del continente, hacia lugares donde casi no llega nadie, reviviendo las aventuras de Magallanes, de Drake, de Darwin y de tantos otros, pero sin las penalidades de antaño. Éste es un viaje de conocimiento y emociones, y voy a decir que es un privilegio alcanzar los bosques más meridionales del planeta, glaciares que se hunden en el mar, islotes poblados por miles de aves o el Cabo de Hornos en la compañía de guías expertos.
La aventura al Cabo de Hornos entra dentro de una navegación que incluye de cuatro noches entre Punta Arenas en Chile y Ushuaia en Argentina o viceversa. Se navega por los canales patagónicos, por lo que siempre hay tierra a la vista y cada día hay uno o dos descensos a tierra. Siempre que las condiciones de seguridad lo permitan el tiempo es el factor fundamental y por eso estos viajes sólo se llevan a cabo entre septiembre y abril, digamos en el verano austral.
Ruta por el Cabo de Hornos
Saliendo de Punta Arenas se viaja toda la noche por el estrecho de Magallanes y al día siguiente el amanecer nos sorprende en la bahía Ainsworth, dentro del Parque Nacional Alberto de Agostini, un lugar remoto al que sólo llegan los cruceros Australis y algún barco privado. Salir a cubierta es como encontrarse en la primera mañana del mundo. El desembarco es también la primera inmersión en un bosque magallánico, el más meridional del mundo, prácticamente intacto. Aquí los árboles son coihues, lengas, ñirres y notros, además de arbustos como chauras y michauyes. Estas especies forman selvas frías, impenetrables. En medio de toda esta espesura destacan los frutos casi siempre de colores vistosos de algunas plantas: calafate, chaura, frutilla del diablo, murtillo. Un mundo vegetal completamente nuevo para nosotros.
Un viaje de naturaleza salvaje
Bahía Ainsworth es también el primer contacto con la fauna. Este lugar es uno de los pocos lugares conocidos de la zona en donde los elefantes marinos establecen una colonia para proteger y alimentar a sus crías recién nacidas y es posible verlos a poca distancia. Unos prismáticos siempre vienen bien en este viaje. Y luego, esa misma tarde, en los islotes Tuckers, nos asomamos otra vez a la fauna de la región. Estos islotes son una reserva en la que no se puede poner pie por lo que las lanchas los rodean acercándose a las orillas, donde se despliega el espectáculo de la vida animal. Allí hay colonias de cormoranes, de gaviotas australes, de skúas, de pingüinos… Los pingüinos se amontonan en playas de cantos rodados y los cormoranes anidan en huecos inverosímiles de los farallones. En otras ocasiones veremos desde la cubierta del barco aves marinas como petreles magallánicos, ánades crestones, cauquenes, jotes o patos vapor. E incluso, si hay suerte, se pasa junto a alguna colonia de lobos marinos. En otros desembarcos llegará la ocasión de ver aves terrestres como caranchos, colegiales comunes y muchas otras.
El viaje continúa por los canales patagónicos, algunos de unos pocos centenares de metros de anchura, por lo que siempre hay tierra a la vista: vemos rocas peladas y erosionadas, crestas puntiagudas, bahías profundas… Y los glaciares, que efectivamente llegan hasta el mar y que Darwin describió como “Niágaras congelados” y uno siente que los lugares por los que se navega no han sido alterados por el ser humano. El tercer día de navegación se desembarca junto al glaciar Pía. Se camina unos minutos entre los arbustos hasta llegar a un mirador desde el que se tiene enfrente la pared de hielo que se descuelga desde la montaña. Es fascinante observar tan cerca esa masa viva de hielo que se mueve a una velocidad imperceptible. Cuando estábamos allí oímos crujir el interior del glaciar y una masa que resulta difícil de medir se desgajó y cayó con un estrépito sordo que retumbó en un aire cargado de nubes. Cayó a plomo, se hundió y, a los pocos segundos, afloró una parte. Poco después, la ola formada por la caída llegó suavemente hasta la orilla. Todo se llenó de témpanos de diferentes tamaños y la bahía tomó la apariencia de “pequeños océanos árticos”, como decía Darwin.
Ahora toca navegar por el canal Beagle por la zona conocida como la Avenida de los Glaciares, cuando uno tras otro se pasa frente a los glaciares Romanche, Alemania, Francia, Italia y Holanda. Es el momento de volver a recordar a Darwin para el cual apenas era posible “imaginar algo más bello que el azul berilo de estos glaciares”. Y no nos cansaremos de apreciar y valorar la oportunidad de recorrer estos lugares, de cumplir con un mito viajero, de emocionarnos ante el espectáculo de la naturaleza. Y sin necesidad de pasar las penalidades que el propio naturalista inglés ni tantos otros exploradores pasaron en sus viajes.
La historia de un destino único
El cuarto día se llega a la bahía Wulaia, uno de los lugares con mayor carga histórica de toda la región. Es uno de los rincones más protegidos de todos los que se asoman a este laberinto de canales y uno de los pocos en los que hay una cierta extensión de terreno llano. Por ello ha sido uno de los centros habitados por los yámanas, los indígenas de la zona. En su primer viaje a bordo del Beagle, el capitán FitzRoy se llegó a Inglaterra a cuatro indígenas de diferentes grupos étnicos con el compromiso de educarlos en la religión cristiana y en la cultura británica y en su segundo viaje, en el que viajó Darwin, los trajo de vuelta a este lugar. De la experiencia no puede decirse que fuera un éxito. Un par de décadas después se pensó en instalar una misión anglicana en este mismo lugar pero fue otro desastre. Un par de placas, dedicadas a Darwin y FitzRoy recuerdan ese momento de la presencia europea en estas soledades.
El momento más soñado
Cuando el barco emprende rumbo sur hacia el Cabo de Hornos. No hay nombre con más carga mítica en la zona, es el lugar que da sentido a llamarla “el fin del mundo”. Aquí las aguas se vuelven más salvajes y a veces el desembarco no se puede llevar a cabo por medidas de seguridad. Pero si el capitán lo aprueba se descienden las lanchas, el equipo revisa la zona para garantizar la seguridad y entonces se inicia la bajada. El pulso se acelera en una corta travesía para acercarse a la pared de piedra que se tiene enfrente. Hay que subir una escalera y, de repente, allí está el faro y el monumento al albatros. El aire azota el lugar de forma casi permanente y sólo hay hierbas y juncos que lo soporten. Un farero y su familia pasan un año entero sin salir de esta isla, y el único contacto físico en el resto del mundo es el que tienen con el servicio de avituallamiento y los pasajeros de los barcos que llegan hasta aquí de vez en cuando. El recorrido por la isla es corto pero impone por la soledad del lugar, su belleza hipnótica, por su historia y por la sensación indefinible de haber alcanzado un destino soñado. El aire que llega hasta aquí es el que viene de la Antártida. La sensación de soledad es tan fuerte que aunque sólo se pase aquí una hora y media te atrapa y no te abandona en ningún momento. Puedes llorar de emoción y siempre tienes el recurso de decir que el viento te ha metido algo en los ojos.