Out of control, de los Stones, es una canción que nos lleva a julio de 1998, al escenario de la historia negra de hoy: El hostal Reyes Católicos en el centro de Madrid.
Era miércoles, del 1 de julio. En la recepción de ese hostal de los Reyes Católicos trabajaba Rubén Darío Vallina Gamero, un malagueño que había llegado a Madrid para cumplir su sueño: ser modelo. A ese mismo hostal iban a llegar esa madrugada un camarero, Juan Ignacio Arranz, y su pareja ocasional, Margarita, la dueña de un pub cercano al restaurante en el que trabajaba Ignacio. Los dos decidieron acabar la noche en una habitación del hostal. Pero hasta allí también llegó esa noche Fernando Rivero Vélez, un hombre de 29 años que esa madrugada iba cargado y bien cargado.
Fernando Rivero, huérfano de padre, hijo de una matrona que había dado a luz a seis hijos, había pasado el día en La Rosilla, uno de los poblados de la droga que rodeaban Madrid en esa época. Primero se había fumado un gramo de heroína y después se había metido dos gramos de coca en vena, tras dejar a su novia, Olivia, en el club donde se buscaba la vida. Con el subidón de la coca, decidió ir a dar el palo de su vida al hostal de los Reyes Católicos, un lugar que conocía bien porque cuatro años atrás había pasado varias noches allí, junto al dueño del hotel, que le daba un techo en el que pasar los monos y algo de dinero para comprar droga a cambio de sexo. Sabía que a principios de mes guardaban en metálico el dinero correspondiente a la nómina de todos los empleados, unos cinco millones de las antiguas pesetas.
Rivero había planificado bien el golpe. Llamó reservando una habitación para que el recepcionista le abriese en plena noche. Así fue, Rubén Vallina abrió la puerta poco antes de las cinco de la madrugada. Rivero, apuntándole con una escopeta, le ató las manos y los pies y le amordazó con una cinta. Cuando estaba en plena faena, llamaron al timbre del hotel. Eran Ignacio y Margarita. Les abrió y cuando entraron, les encañonó y se puso a atarlos con la cinta. Margarita aún no ha olvidado lo que le dijo aquel tipo cuando ella le pidió que no le tapase la boca porque tenía asma: “No se preocupe, señorita, que ya no va tener más asma”.
Rivero, armado con un cúter, rebanó las gargantas de los dos hombres y la de Margarita. Después, disparó tres veces: dos tiros entraron por la espalda del recepcionista y uno por la del camarero. Rivero no disparó a la mujer, seguramente porque pensó que el tajo en su cuello había sido suficiente para acabar con su vida. Incluso la agarró del pelo, como recordaría ella después, para comprobar si el corte había sido efectivo. Cuando la mujer notó que el asesino se había ido, salió a la calle tapándose la herida con la garganta y pidió ayuda.
El asesino no logró alcanzar el botín que buscaba. Incluso se dejó 19.000 pesetas que había en la recepción del hotel y el cutter empapado con la sangre de sus víctimas. Los agentes de Homicidios que llegaron al lugar del crimen se fijaron en un elemento extraño que había en el escenario, algo que no encajaba allí, algo que debía haber traido el autor de aquella masacre: una caja de cartón de un metro de largo y veinte centímetros de ancho, un tamaño ideal para esconder una escopeta como con la que dispararon a Ignacio y a Rubén. En la caja había una etiqueta con la dirección de una tienda de muebles de Alcalá de Henares.
Y así fue. Los agentes de Homicidios pidieron ayuda a sus compañeros de la comisaría de Alcalá. Los agentes se presentaron en la tienda de muebles y el encargado les dijo que a las cinco y media de la tarde del día anterior había tirado la caja a un contenedor de una calle cercana. Un caimán, un veterano del grupo de policía judicial de la comisaría, se plantó delante del contenedor y miró alrededor. Reconoció un portal: allí vivía un toxicómano al que había detenido varias veces, un tipo al que todos llamaban El Loco y cuyo nombre real era Fernando Rivero Vélez. Los agentes de Homicidios supieron que aquel era el asesino cuando vieron en la recepción del hotel una ficha de hospedaje manuscrita por el recepcionista que ponía: “Cliente: Rivero Vélez. Llegada 1 de julio; salida 2 de julio. Habitación 106”.
Tras la matanza del hostal, Rivero recogió a su novia y los dos salieron hacia Castilblanco (Badajoz), donde vivían los padres de Olivia. Fernando le dijo a su novia que le cortase el pelo. Mientras, la policía enseñó a Margarita, la superviviente, varias fotos de delincuentes, entre las que estaba la de Fernando. La mujer no dudó ni un segundo. Los agentes de Alcalá se desplazaron hasta la casa que compartían Fernando y Olivia, pero allí no había nadie, así que comenzaron a apretar a los compinches habituales de Rivero. Uno de ellos les dijo que El Loco le había llamado horas antes desde un número: la línea correspondía a un teléfono fijo de Castilblanco. Ya lo tenían.
Siete agentes de la comisaría de Alcalá encontraron la noche del día 3 de julio, 48 horas después del crimen, el Peugeot 205 que conducía habitualmente Fernando Rivero aparcado en una calle de Castilblanco. Recurrieron a un truco de caimán: le desinflaron una rueda y troncharon toda la noche, durmiendo por turnos, en las cercanías del coche. Primero salió Olivia y llamó a gritos a Fernando: “tenemos una rueda pinchada”. Cuando El Loco apareció, le apuntaron seis pistolas en la cabeza. Fue trasladado al cuartel de la Guardia Civil de Herrera del Duque, donde intentó fugarse agrediendo a un agente. Finalmente, fue conducido a la prisión de Badajoz, donde fue sometido a un estrecho control.
Pero esta historia no acaba aquí. La historia tiene su segundo capítulo en enero de 1999, cuando Shakira estaba en lo más alto de las listas con esta canción. Rivero fue trasladado desde la prisión de Valdemoro a la Audiencia de Guadalajara, donde tenía que responder por unos pequeños delitos cometidos en esa provincia. Mientras esperaba a entrar a la sala, pidió permiso para ir al servicio y cuando un guardia civil le acompañaba, con las manos esposadas agarró un candelabro y golpeó al agente. Logró huir del edificio y su rastro se perdió.
Margarita, esa mujer que seis meses después no se habría recuperado de los efectos de lo que vivió en el hostal, se enteró de esta fuga porque se convirtió en prioridad absoluta para todos los cuerpos de seguridad, incluso Internet ayudó por primera vez a la caza de un criminal. Se blindaron las fronteras, pensando que Rivero podría intentar salir del país, pero El Loco se refugió en uno de los lugares que mejor conocía, el supermercado de la droga de La Rosilla. Allí le encontraron, desnutrido y con muy mal aspecto, unos voluntarios de la asociación de ayuda a los toxicómanos Remar. Él les dio un nombre falso y se trasladó con ellos a un centro de Remar en Guadalajara. Su empeño en cortarse el pelo hizo levantar las sospechas de algunos voluntarios, que comprobaron que la foto de su nuevo refugiado salía en varios periódicos, así que llamaron a la policía. Los agentes le detuvieron a punta de pistola mientras clasificaba ropa usada y no le dieron opción ni a moverse.
Y esa fuga le complicaría aún más la vida en prisión, pero es que, además, Rivero se convirtió muy pronto en un kie, un jefe taleguero, un líder. Poco después de su fuga y su nueva detención, fue al juzgado para que le comunicaran su auto de procesamiento y él solo habló para decir: “Yo y mis compañeros del módulo 4 de la prisión de Valdemoro estamos en huelga de patio porque nos niegan los derechos y nos están pegando y amenazando”. Lo cierto es que nada más ingresar en ese centro, El Loco la emprendió a golpes con dos funcionarios, a los que dejó mal heridos, y se convirtió en un preso FIES control directo, el régimen más duro que hay en prisión: aislamiento casi todo el día y casi nulo contacto con otros reclusos.
Este tipo, que fue condenado a 38 años de prisión por los crímenes del hostal de los Reyes Católicos tuvo un pasado complicado y, sobre todo, marcado por las drogas. A los 13 años comenzó a fumar porros, hasta seis al día. Con 16 inhalaba pegamento y mezclaba anfetaminas con alcohol. A los 17 empezó con el LSD, la heroína y la cocaína, que era su droga favorita, pese a las paranoias que le provocaba. En uno de esos episodios, perdió el único trabajo que tuvo, el de celador de un hospital de Alcalá, cuando propinó un brutal cabezazo a un compañero, al que rompió varios huesos de la cara. Decía que no paraba de criticarle. Su madre le ingresó en un hospital psiquiátrico, desesperada, y allí le diagnosticaron un trastorno de la personalidad con rasgos psicopáticos. Para entendernos, Rivero es un psicópata, alguien inteligente, pero incapaz de sentir empatía ni compasión por nadie.
Sigue en prisión y sigue siendo un preso sometido a control estricto, no ha dejado de serlo nunca, incluso cuando la canción de Take That estaba en lo más alto de las listas. Corría el mes de marzo de 2007 y Rivero estaba ingresado en el módulo 6 de la prisión de Aranjuez. Su régimen se había relajado algo y ya pasaba tiempo con otros reclusos. Una mañana, en la sala de estar del módulo, Rivero ejecutó un crimen perfecto en su ejecución. En un rincón de la sala, dos presos montaron una pelea para distraer a los funcionarios. Mientras, en el lado opuesto de la sala, El Loco sacó un pincho de una papelera, donde alguien lo había dejado, y apuñaló a Mohamed, un hombre que cumplía 13 años de condena por varios robos.
Rivero remató a su víctima clavándole el pincho en el corazón. Los funcionarios no pudieron hacer nada, pese a que enseguida se dieron cuenta de lo que ocurría porque los compinches de Rivero cruzaron una mesa en mitad de la sala para impedirles el paso. Tras la agresión, El Loco le dio el pincho a un colega, que lo escondió y él salió de la sala “como un pavo real”, según los funcionarios que le vieron. Nadie supo explicar las razones del asesinato: si Mohamed se había atrevido a disputar los galones a Rivero en el módulo, si habían tenido un problema personal o incluso si Rivero le eligió al azar para dejar claro al resto hasta dónde era capaz de llegar.
Ese crimen, lógicamente, le salió gratis, porque ya tenía más de 30 años de condena. Rivero, es un tipo inteligente. Incluso ha estudiado derecho durante su estancia en prisión. En los juicios no ha declarado nunca y sus únicos testimonios son los que ha prestado a los psiquiatras que han valorado su estado. A uno de ellos, el de la prisión de Valdemoro, le contó lo ocurrido aquella madrugada de 1998 en el hostal de los Reyes Católicos: “le pedí el dinero al recepcionista, creo que perdí el control. No iba a matar, era innecesario, no recuerdo cómo los maté, les corté el cuello, los até y les disparé un par de tiros, perdí el control de mis acciones, algo había superior a mí que no podía controlar, es algo que no me ha hecho muy feliz y de lo que no estoy orgulloso”.
Ni en este testimonio ni en ninguno de los que ha prestado Rivero hay un solo hueco para el arrepentimiento o para el pesar por las víctimas provocadas. Quizás por eso el diagnóstico de ese mismo psiquiatra es demoledor: “Elevada peligrosidad debido a la indiferencia de las normas, frialdad de ánimo e incapacidad de aprender con la experiencia”.