Territorio Negro: El crimen de Los Galindos
Han pasado más de cuarenta años, pero el crimen de Los Galindos sigue siendo sinónimo de España Negra, de asesinato rural y de crimen perfecto, porque aún no se han encontrado a los culpables. Una investigación desastrosa en sus primeros pasos y la sospecha de que había alguien muy poderoso muy interesado en que no se resolviera han hecho posible que el crimen de Los Galindos haya quedado impune. Cinco personas –tres hombres y dos mujeres– murieron el 22 de julio de 1975 en esa finca de Paradas, un pueblo de Sevilla. Hoy, en Territorio Negro, nos trasladamos a ese escenario y a esos años, en los que el franquismo daba sus últimos estertores.
Situémonos en Los Galindos, el lugar del crimen, y en esa época… Los Galindos era y es –ahora se llama Nuestra Señora de la Merced– una finca de 400 hectáreas dedicada al cultivo del trigo, la aceituna y el girasol. Está en el término municipal de Paradas, un pueblo de unos 7.000 habitantes, a 50 kilómetros de Sevilla. Paradas, hasta el crimen de Los Galindos, era conocido, sobre todo por el cuadro de El Greco que alberga su iglesia parroquial. A las tres de la tarde de ese 22 de julio de 1975, la temperatura superaba los 40 grados y en la finca se declaró un incendio en el cobertizo de la finca. Uno de los peones de Los Galindos avisó a la Guardia Civil y a la Policía Local.
Y lo que en principio no era más que un incendio que había devorado un cobertizo se convirtió en un múltiple crimen. Algunos braceros de la finca extinguieron el fuego, que desprendía un sospechoso olor a gasóleo, lo que apuntaba a que las llamas habían sido provocadas. Camino de la casa del capataz había un reguero de sangre que conducía hasta una de las habitaciones de la casa. En el suelo de una habitación yacía el cadáver de Juana Martín Macías, de 53 años, esposa del capataz. La habían destrozado a golpes la cabeza con la pieza metálica de una empacadora, una barra con dientes conocida por la gente del campo como pajarito.
Ese fue el primer cadáver, pero allí fueron apareciendo más cuerpos, casi como en un siniestro juego… Al extinguirse las llamas del pajar y cuando la comitiva judicial llevaba dos horas en la finca, el hijo del forense, estudiante de Medicina, encontró los cuerpos carbonizados del tractorista José González Jiménez, de 27 años, y de su mujer, Asunción Peralta Montera, de 34 años y embarazada de seis meses. Poco después, se halló el cadáver del peón Ramón Parrilla González, de 40 años. Le habían disparado por la espalda con una escopeta de cartuchos.
Cuatro cadáveres, asesinados de distintas maneras. Imagina el revuelo, no solo en ese pueblo de Paradas, sino en toda España. La prensa de la época, que de política hablaba poco por razones obvias, llenó portadas con el crimen. Televisión Española desplazó varios equipos y el escenario del crimen se alteró desde el primer momento, hasta el punto de que antes de la llegada de los reporteros de TVE, la finca se limpió y recogió, arrasando con cualquier vestigio de interés. Eran otros tiempos, también para la investigación criminal.
En esos primeros días, todo apuntaba al capataz, Manuel Zapata Villanueva, un ex legionario y ex guardia civil de 53 años. La rumorología apuntaba a que mantenía una relación con Asunción y que la matanza debió desencadenarse tras una discusión entre él, su mujer, su supuesta amante y el marido de ésta. Todos, menos el propio Zapata, habían muerto en Los Galindos. Y la cuarta víctima, el peón Ramón Parrilla, habrías ido una víctima colateral, al ser testigo de algo que no debía haber visto.
Pero esa teoría duró exactamente tres días… Los que tardaron en encontrar el cadáver del propio Zapata, pudriéndose bajo un árbol y parcialmente tapado por paja. Lo encontró su perra cuando el resto de víctimas de Los Galindos ya habían sido enterradas. Tenía el cráneo destrozado por el mismo objeto con el que habían matado a su mujer, ese pajarito.
La Guardia Civil, encargada del caso, empieza desde cero otra vez, tras el hallazgo del cuerpo de Zapata. Casi desde menos diez…. Como hemos dicho, la escena se contaminó, el juez y el fiscal no llegaron al lugar del crimen hasta pasadas 24 horas, porque la plaza de magistrado de Marchena estaba vacante titular, el sustituto –de Carmona– estaba de vacaciones y el juez tuvo que ir desde Écija. En la finca no faltaba nada de valor, así que se descartaba el robo y el hallazgo del cuerpo del capataz echó por tierra el móvil pasional. Así que las miradas, especialmente las de los vecinos del pueblo, empezaron a apuntar al dueño de la finca, el marqués de Grañina.
Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, un ex comandante en la reserva, era el dueño de Los Galindos desde 1969. Varios pequeños detalles le convirtieron en sospechoso. Nunca dormía en la finca y tras los crímenes pasó dos noches allí y pidió expresamente que la vigilancia fuera mínima; el administrador, Antonio Gutiérrez, que solía pasarse por la propiedad los viernes y sábados, estuvo la mañana del crimen, pese a que era martes. Sabedor de que las sospechas empezaban a apuntarle, el mismo marqués lanzó una teoría: la de los legionarios.
El marqués contó a la Guardia Civil que él mismo había dejado dormir en la finca a nueve legionarios que regresaban del desfile de la victoria en Madrid, camino de su tercio, en Ceuta. Según la teoría lanzado por el noble, los militares habían escondido un alijo de hachís allí y al regresar a por la droga y ser descubiertos se había desencadenado la matanza. Sin embargo, se comprobó que ocho de los nueve legionarios señalados estaban ya en Ceuta el día del crimen y el noveno estaba en Barcelona. Y descartada la teoría de la droga, apareció la del trigo negro…
Esta apuntaba a Antonio Gutiérrez, el administrador de Los Galindos, que no supo explicar muy bien por qué limpió su coche antes de ir a la finca la mañana del crimen y volvió a limpiarlo inmediatamente después. Según la hipótesis del trigo negro, no toda la producción de este cereal se declaraba al Servicio Nacional de Producción Agraria, como era perceptivo, sino que una parte se desviaba al mercado negro y en la finca había una doble contabilidad. El capataz no estaría de acuerdo con esta práctica y querría denunciar. Para callarle, le mataron y el resto de las víctimas, serían colaterales.
No había pruebas y tanto el marqués como el administrador acreditaron que no estaban en Los Galindos en el momento de los crímenes, así que la Guardia Civil elaboró un relato de los hechos que, aparentemente, aunque con muchas lagunas, podría cuadrar.
José González Jiménez, el tractorista, un hombre miope –se había librado de la mili por esa razón–, de apenas 1,60 de estatura, había pretendido a la hija del capataz, Manuel Zapata. Las relaciones eran tensas entre los dos y la tarde del crimen, Zapata le habría recriminado al tractorista que no limpiaba bien la maquinaria. Así que con la pieza que tenía en ese momento a mano –el pajarito de la empacadora– le habría reventado la cabeza. Después, habría matado a su mujer de la misma forma y habría acabado con la vida del peón Parrilla para no dejar testigos. Después, habría ido a por su esposa a Paradas, la habría llevado al cortijo y tras matarla, la quemó y él murió –accidental o intencionadamente– en el incendio.
Ese relato tenía varias vías de agua: la primera, el móvil. Sí es cierto que el tractorista y el capataz se llevaban mal y que Zapata se burlaba de él por haber pretendido a su hija, pero no parecía motivo suficiente. González, además, tenía poca corpulencia como para acabar a golpes con dos personas con una herramienta bastante pesada y, además, no había una explicación sólida a la forma en la que él murió: ¿se suicidó quemándose vivo? ¿No pudo huir de las llamas? Aun así, esta versión se mantuvo en pie como la verdad oficial del crimen de Los Galindos durante ocho años.
¿Y qué hizo variar esa versión oficial? No fue solo un hecho, sino una concatenación de varios. Con motivo del sexto aniversario del crimen, en 1981, Televisión Española y la Cadena SER hicieron sendos reportajes en los que cuestionaban la culpabilidad de González. Ese mismo año, 1981, se conoció que el que era alcalde de Paradas en el momento del crimen, José Gómez Salvago, había recibido una carta anónima en la que un supuesto asesino a sueldo se confesaba autor de los crímenes y afirmaba que su único interés fue matar al capataz Zapata. Le iban a pagar 10.000 pesetas –60 euros– por el encargo, pero el trabajo se le fue de las manos. Pero el empujón definitivo al cambio de rumbo del caso se lo dio el que era el cuarto juez instructor del sumario 20/75, un joven magistrado llamado Heriberto Asensio Cantisán.
Este juez debió pasar muchas horas leyendo las 1.400 hojas del sumario y encontró muchos interrogantes que la investigación no había despejado, así que encargó el caso a un entusiasta policía, José Antonio Vidal, que requirió los servicios del catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Sevilla Luis Frontela, que en ese momento pasaba por ser uno de los mejores expertos en su especialidad. El juez tomó una atrevida decisión: en enero de 1983 ordenó exhumar los cadáveres de las cinco víctimas de Los Galindos para que el profesor Frontela hiciese nuevas autopsias. Pero antes, Frontela, tras estudiar el sumario, había sacado varias conclusiones que echaban por tierra la versión oficial.
El rastro de sangre que acababa en la habitación donde estaba el cadáver de Juana, la mujer del capataz, indicaba que el cuerpo había sido trasladado por dos personas: una que la agarró de los pies y otra de las manos. Un hombre que algo más de cincuenta kilos –como era el asesino oficial, José González– no podría haber llevado casi 70 kilos de peso muerto –lo que pesaba Juana Martín– de esa forma en solitario.
Y supongo que las autopsias acabaron de derribar esa versión oficial y exculparon definitivamente al tractorista… A José González le habían disparado y le habían cortado los brazos y las piernas antes de quemarlo junto a su esposa, según el dictamen de Luis Frontela. Su intervención en el caso sirvió –y no es poco– para dar paz a la familia del tractorista José González, que durante ocho años fue considerado el responsable de la matanza de Los Galindos. Pero lo cierto es que las vías de investigación se habían agotado ya y quedaron pocos flecos de los que tirar.
En 1986, la esposa del capataz de una finca colindante a Los Galindos acudió a la Guardia Civil. Su marido, poco antes de morir, le contó que el día del crimen, vio salir del cortijo a un joven manchado de sangre, con atuendo militar, y con unos billetes en la mano. El recluta fue localizado once años después, se constató su presencia en la zona, pero él negó tener relación alguna con los hechos.
Otra línea fue la que apuntaba a Antonio Fenet, un bracero eventual de la finca, el que dio el primer aviso del incendio en Los Galindos. Nunca quiso hablar con nadie del tema –aseguraba que se lo había prohibido la Guardia Civil– y no pudo explicar nunca quién y por qué alguien le había ingresado medio millón de pesetas –3.000 euros– en su libreta de ahorros poco después del crimen.
Y hasta el escritor Alfonso Grosso elaboró una teoría sobre el crimen que se plasmó en la novela Los Invitados y en una película del mismo tipo. Se supone que Grosso escribió el libro tras una exhaustiva investigación, pero sus conclusiones dejaban mucho que desear: su tesis era que una parte de la finca estaba dedicada al cultivo de la marihuana, que comercializaría una banda de narcotraficantes libaneses. El capataz estaría dispuesto a denunciar a los narcos y esto le habría costado la vida a él y a las otras cuatro víctimas de Los Galindos.
Nada sólido, tampoco. Si no me equivoco, el crimen ya ha quedado impune para siempre, ha prescrito. El 22 de julio de 1995, hace ya más de veinte años, el crimen prescribió. Es decir, que si alguien se presentase en la Guardia Civil diciendo que es el autor de la matanza no se podría hacer nada, por mucho que se acreditase su culpabilidad. La Audiencia de Sevilla había cerrado previamente el caso, en mayo de 1989, por no encontrarse ninguna vía más de investigación que apuntase a un autor. A todos los efectos, el crimen de Los Galindos es el crimen perfecto.
Un crimen perfecto que es apasionante y que merecería la pena revisar, aunque no pueda tener consecuencias penales. Sería, desde luego, apasionante, revisar esas más de mil páginas del sumario, pero es imposible. Y aquí vuelve la marca España: en 2015, el techo de la sala del juzgado de Marchena donde estaba apilado en pésimas condiciones el sumario se vino abajo. Y todo el caso se extravió cuando era trasladado a unas dependencias de la Junta de Andalucía. Lamentable, pero cierto