Madrid |
Y, como el coronavirus siga entre nosotros, le diría que lo tiene muy difícil, por no decir imposible. Usted, Isabel, no parece dirigir un ministerio: participa en una carrera de obstáculos, a pesar de tener transferidas sus competencias.
Primero tuvo que asumir el cierre de las escuelas, con todos los problemas que suscitó a las familias y al propio concepto de educación. Después, como buena socialista, tuvo que sufrir con las desigualdades que supone el acceso a las nuevas tecnologías. Más tarde tuvo dar por terminado el curso actual.
Y en medio, la gran polémica: aprobado general, que castiga el mérito y el esfuerzo, o calificación rigurosa, y créame que todavía no tengo claro su pensamiento, porque usted se opuso, pero consideró que repetir debería ser la excepción.
Y ahora, la bomba: si en septiembre no hay vacuna, solo podrán asistir a clase la mitad de los alumnos. La otra mitad, vía telemática. Y 15 alumnos por aula para garantizar la distancia social.
Ya verá usted cómo habrá quien le diga que los contagios pueden producirse en los recreos. Y ya verá cómo se vuelve a hablar de injusticia y de desigualdad de oportunidades. Ha cumplido usted con su deber de abrir un gran debate.
Ahora espero con ansiedad cómo se decide quién asiste a clase y quién se educa por ordenador. ¿Por sorteo? ¿Por proximidad al centro educativo? ¿Por orden alfabético? ¿Lo decidirán los padres?
¡Ay, señora Celaá! ¡Qué difícil ser ministro o ministra en tiempos de coronavirus! Si admiro a algunos de ustedes, no es por el resultado de su trabajo, que al fin y al cabo cobran por él. Es porque se enfrentan a tareas imposibles.
Usted ya hizo una, que fue justificar y ensalzar al gobierno como portavoz. Y ahora, si la política fuese finalmente reconocida como un circo, tendría que tener a Pedro Sánchez con un micrófono en la pista: “¡el más difícil todavía! ¡La prodigiosa, la única, la gran Isabel Celaá organizando el curso escolar!”