Hoy traigo a mi Españita lluviosa, una Españita encorvada de paraguas y cabezas encorvadas bajo la lluvia por el paseo de la Florida. Es una Españita, tan alegre otras veces y ahora tan sombría que si te digo la verdad no tiene el corazón para coñas marineras.
Vamos a arrastrando los pies por los pasillos de este memorial de las Víctimas del terrorismo y se va enredando con los retales de sombras desdibujadas, postales descoloridas que alguien echó al fuego para olvidar, fotos recompuestas de un tiempo tan distinto que casi no parece el mismo en el que estamos.
Vamos arrastrando los pies de los pasillos y se aparecen los fantasmas. Hay una habitación en la que se proyectan los vídeos de aquellas familias antes de que sus vidas saltaran por los aires. Se aparece Jesús Velasco con sus hijos en las barcas del Monte Igeldo, los niños Silvia y Jordi Vicente vestidos de superhéroe y de princesa, la boda de Gregorio Ordóñez y Ana Iribar, un pasodoble de Tomás Caballero, Jesús Jiménez Becerril, Lluc, Tomás y Valiente. José María Ryan, el ingeniero de Lemóniz que apareció atado a un árbol en el monte.
El bebé en brazos de Ryan te diría que es Eduardo, que estudió ingeniería como su padre. Ah, mira, eso días felices, días claros en las cumbres, bolazos de nieve y tartas de cumpleaños, primeras comuniones y todas las felicidades con las que vino a acabar el terrorismo con el eco de su disparo y las herramientas del terror. Una bombona trampa, un fusil viejo que parece como de las barracas de la feria, la réplica del coche cargado de explosivos que voló la casa cuartel de Zaragoza en 1987. Y el zulo de Ortega Lara, que es el reactor nuclear de la memoria de este edificio.
A mí con el tiempo, lo que más me ha impresionado es la lejanía de aquella sociedad hacia las víctimas.
Hay una foto de José Luis Larrión que retrata perfectamente esa distancia. Es una foto en sepia de Larrión, la toma en Pamplona en navidad de 1977. ETA acaba de matar al mando de la guardia civil José Luis Atarés. Un cura administra los sacramentos. Junto al cadáver, cubierto con una manta como si fuera a pasar frío, su mujer arrodillada y serena y sus hijos, y después nadie, el vacío hasta la gente que mira desde tan lejos, como para no mezclarse, como para que no les relacionen, como si no quisieran mancharse.
A veces nos preguntamos dónde se agarró el mal para hacerse tan grande. Y yo creo que fue ahí, en esa distancia. Por ese vacío va uno arrastrando los pasos como en aquel poema 'Cambridge' de Jorge Luis Borges: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Hay una frase que pronunciamos todos que es: “Esto lo deberían conocer los niños”. Pero los niños no lo conocen. O los niños de aquí al menos no vienen con el colegio. Las cifras dicen que solo un diez por ciento de los visitantes son escolares. Por hacerte una idea, el museo de los belgas que fueron asesinados en el Holocausto el 30% son escolares. No te digo en Alemania.
Las cifras aquí dan miedo, no por lo que se expone, sino por la falta de público. Los colegios públicos vascos no vienen, solo son colegios de fuera, o si son de aquí, es que son concertados.
En mi Españita de la amnesia, los niños vascos no tienen ni una sola referencia a ETA en los contenidos obligatorios y esto les suena a una serie. Se estudian y combaten todas las violencias -la de la guerra civil, la del franquismo, la de la homofobia, la de la conquista de América, digo que todas, menos esta, por lo que sea.
FIN: Porque en mi Españita de la memoria, la memoria está perdida. Somos una amnesia. O permanece el recuerdo por el empeño de este memorial de héroes. Mi Españita les debe una gratitud infinita y yo tengo la convicción de que nunca serán olvidados. Montaigne decía que nada fija una cosa más en la memoria que el deseo de olvidarla.