Traigo que vamos al contenedor de papel a dejar las cajas de cartón y los envoltorios y al tercer confinamiento. A mi Españita le han traído los Reyes, la vacuna de Moderna, carbón, contagios y unas pilas para ponérselas. Qué cosa que llegó la vacuna y no teníamos a quién administrársela. Se nos amontonaron los muertos, y ahora se nos amontona la fortuna. La salvación tiene fecha de caducidad. Se persignó Araceli, la primera vacunada, y la pusieron verde como los tomillares de Brihuega, pero las mujeres de la Alcarria se santiguan por algo.
Se podría haber pensado en los efectivos sanitarios para pinchar cada semana a los cien mil hijos de Araceli, se podría haber tenido en cuenta el transporte, el tiempo que toma descongelar los viales, las seis horas que dura el diluido y los cinco pacientes que debieran recibir las cinco dosis. Se podría haber preparado todo lo necesario, pero no se hizo, vaya usted a saber por qué. Estábamos en ‘Qué horror los jóvenes’, en los chistes de allegados y en planificar los langostinos por ración de fin de año y sobre todo, andábamos en la candidatura de las catalanas.
Mi Españita badulaque se reconstruye a sí misma cada poco y cuando parece que avanza, es como si necesitara desastrarse. No sé de donde viene esta inclinación al ridículo, a que nos sucedan cosas que se sabe que van a pasar y que pasan. Vino la pandemia por sorpresa, nos podía suceder una vez, pero no la segunda, y menos aún la tercera y así vamos, poniendo cara de sorpresa cuando nos pasa lo que sabíamos que nos iba a pasar.