Hoy traigo el chaparrón que cayó sobre Madrid y la gente de Santander dice “Oiga, Apaolaza, que en Punta Umbría hacía bueno”, bien, vale. Pero yo vengo a escribir del agua de Madrid porque cuando llueve en Madrid llueve en toda España de alguna manera. También caen cuatro copos en el puerto de Opakua y lo ven los de Almería en las noticias.
La cosa es que llovió en Madrid una lluvia de goterones definitivos, duros y gordos como máquinas de escribir. Ah, cómo caía la tarde y la lluvia también y olía a dama de noche y a hierba cortada y a derrape de la bici del Rider sobre el paso de cebra. Y a salvia, y a pelo, y la M30 parecía el Masai Mara.
Llovía en Las ventas y con los rayos y la oscuridad de la tormenta, a Manolo Escribano le brillaba el traje de luces como un árbol de Navidad y se mojaba todo quisque y algunos ni se movían. Porque había un torero allí abajo sobre los charcos brillantes como el papel de plata y hay veces en la vida en las que hay que mojarse.
En Callao le llovió a Feijoo y siguió hablando sabedor de que en los toros, un chaparrón es media oreja. Ahí estaba en el mitin con ese aire bíblico que le otorga la lluvia a todas las situaciones y arengaba como un moisés, que en Cádiz le dicen Moi.
La lluvia venía, oscura y caliente, a limpiar todo el fango, el barrillo, la grasa, y en la plaza nos pusimos como buzos de la Guardia Civil, pero celebrábamos estar empapados. Al caer la noche, las cartas de Sánchez a los tuiteros eran papel mojado.