Traigo que el Ministerio del Interior ensaya un sistema de alerta de catástrofes en las que el teléfono te avisa con mucho alboroto si se va a terminar el mundo por una hecatombe, un apagón o el dichoso putinazo. Espero que el fin del mundo no llegue a la hora de la siesta, con lo que me molesta que me despierten. A mí, la mejor manera de levantarme del sofá es que el teléfono me dijera con voz de mi mujer: “Te he traído cerveza”.
Hacen su agosto los vendedores de iodo y los coach del carpe diem. Cada día fuera el último, me da una angustia horrorosa. Cuando dicen que esto se acaba, a mí me entran ganas de meterme en la cama. Yo no quiero vivir cada día como si fuera el último. Prefiero vivirlo como si fuera el primero.
Lo del cataclismo, me viene fatal. De lejos se escuchan hace tiempo las sevillanas del Apocalipsis. Desde la pandemia anda el Gobierno con esta gimnasia del terror por la que siempre hay que estar preocupados pero esperanzados, pero alerta pero confiados, comprometidos, tranquilos, responsables y sobre todos muy confiados en la labor del Gobierno.
Yo si el Gobierno me dice que el mundo se va a acabar hoy reservo mesa para mañana en De la Riva porque sé que señores, nos queda vida por delante. Lo escalofriante resultaría que saliera Sánchez a decir: “Aquí no pasa nada”. Eso sí que daría miedo.
No se apure, pasarán las legislaturas y las primaveras y seguiremos en este negocio que se llama la vida. Moriremos todos, claro, pero no será hoy ni mañana.