Notas del 20 de septiembre, lava y piroplastos. Las montañas crecen como si fueran adolescentes. Como tu hija que de pronto se sienta al desayuno y por acción de no sé qué misteriosa y turbulenta fuerza, era una niña y hoy parece una mujer. La Isla Bonita ha dado el estirón.
El fuego, en su lento avance de monstruo de piedra incandescente, lame las palmeras, los muros y los huertos y de pronto, el agricultor y el matrimonio joven que acababa de construir la casa hoy sepultada, se ven violentamente ligados a las fuerzas de lo telúrico. El centro de la Tierra, que es una cosa tan desmesurada que solo se atreven a soñarla los científicos y los novelistas de ciencia ficción, ha llegado hasta el mar. No sé cuántos miles de grados, no sé cuántos kilómetros, dicen que si saltas ahí y viajas hacia abajo en línea recta apareces en Australia.
Luego está la cámara, el micro y la cresta de fuego en la noche en un espectáculo ante el que no se puede hacer nada más que sentarse y esperar a que la Tierra deje de respirar por la herida. Ahí ante sus ocho bocas de fuego y los ríos lentos de luz, solo podemos constatar el fantástico viaje que supone vivir en este planeta. A esta bola preñada de fuego, gases y piedra fundida que gira lanzada por el espacio a a miles de kilómetros por hora nos atrevemos a llamarla tierra firme.