Notas de viaje del 17 de septiembre de 2021 y del 11 de diciembre de 1987, son las seis de la mañana cuando los miembros del comando Argala de ETA hacen estallar un coche junto a la Casa Cuartel de Zaragoza.
Huele a explosivos, llueven escombros del cielo. De entre la nube de humo, llamas y polvo salen algunos guardias, sordos y ensangrentados y se dan cuenta de que parte del edificio ha desaparecido. Conforme avanza la mañana, faltan once personas. Cinco de ellos son niños de entre tres y 14 años. Al jefe del comando que da la orden se le atribuyen 82 muertes. Se llama Henry Parot y para mañana le habían organizado un homenaje en Mondragón.
Para reconocer bien a Henry Parothabría que hacer un acto con 82 coches de muertos, cien huérfanos y dos camiones cisterna, uno de lágrimas y el otro de sangre.
La memoria es extraña. Dicen las víctimas que cuando se aplaude a los verdugos, es como si volviera la onda expansiva, el disparo, la imagen del padre en las noticias. Y después, el vacío, la culpa, la justificación del asesinato que lame las calles como una lengua de vergüenza, aurresku y bengalas.
España es una máquina del tiempo escacharrada de corazón enfermo en la que Franco parece que fue ayer y ETA pasó hace mucho, o viceversa. En las calles sobre las que hasta ayer se acostaban los muertos, se han celebrado 150 ongietorris en cinco años. A esto aún lo llaman un país en paz.