Traigo las notas del martes 19 de octubre en abril, los audios de Rubi y de Geri, el último coletazo del invierno y el fin de la obligatoriedad de las mascarillas en interiores que mañana entra en vigor, y qué vigor. Sabíamos que llegaría un momento en el que habría que elegir entre morir de coronavirus o de tristeza, y aquí estamos. Celebro este gran destape. Mañana a esta hora, un niño conocerá la sonrisa de su profesor después de tres cursos y el adolescente verá por primera vez los labios que habrá de besar hasta el final de sus días.
A la mascarilla mucha gente ya se ha acostumbrado, y yo hay cosas a las que me niego a acostumbrarme. Nunca llevé aquellas mascarillas de moda con telas elegante de cuadritos y telas chic. Me negué a que la mascarilla fuera una parte de mí. Cada día que me la he puesto pensé en el día en el que habría de quitármela, y, con vuestro permiso, me la voy a quitar. Puede que me salvara la vida, pero digo adiós al trocito de tela azul, ahogo constante, alientillo, goma que se clava en la carne, marca en la nariz, orejas de soplillo, retraso en el aprendizaje del habla y alumno de secundaria en la consulta del psiquiatra.
De la pandemia quiero aprender a olvidarla, aquí se queda esta hoja de parra. Hay que salir ahí a enseñar las barbillas y los bigotes, las comisuras, las pecas, las narices tan rectas, los surcos nasofaríngeos, los graciosos hoyuelos, los carmines y los dientes, algunos tan blancos y tan en fila y otros que parece que los han echado a puñados.
Que enciendan ya la luz de la discoteca, que vamos a vernos las caras. Tapado, todo el mundo es guapo. Ahora vamos a vivir y a enseñar nuestro careto defectuoso y asimétrico de seres defectuosos y asimétricos, somos feos, y qué pasa,