Traigo el primer cuaderno de papel empapado, goterón de tinta y bebedero de patos. Llega una edad en la que uno ya solo se alborota con la alarma de la Dana en el teléfono, estridente y nuclear, como de putinazo. El fin del verano siempre se parece al fin del mundo. Te dicen las autoridades que no puedes salir de casa porque te va a llevar el agua y tú pensando que es el momento de ir al Ikea y de ponerse a limpiar la porquería del canalón, que es algo propio de un perfecto fascista.
La alerta conserva ese toque de inocencia y de juego infantil que resulta encantador. Después en Madrid no llovió tanto y allí nos quedamos con el arca de Noé y la decepción de alguno por no haber vivido una catástrofe natural en una ciudad de siete millones de habitantes. Porque vivimos transitando una nostalgia de canoa por la Castellana, trineo de huskys en Chueca y llegada de un excepcional sobresalto que nos vengue de la puñetera rutina.
Una nevada, una riada, Yolanda Díaz con Puigdemont en un paseo romántico como por el Sacromonte de los pueblos elegidos. Sobre la melancolía crepuscular del procesismo Yolanda se aparece en una frescura como de Julia la pintora de Verano Azul y él parece más mayor, como un Chanquete unilateral. Si le tomas las medidas a la historia, resulta que la vicepresidencia de un país viaja al extranjero para negociar el Gobierno con un prófugo de la justicia de ese país. Pasean por la ciudad con ánimos de diálogo y un encantador apego. En realidad, ella solo quiere gobernar y él, librarse del talego.
