Traigo este cuaderno perdido de cascotes, de temblor, de lamentos y de silencio. De manos que tiran de las piedras y de esperanza que se termina. Hay marroquíes que no se explican cómo es posible que un país tenga Pegasus y no haya un helicóptero para subir a un pueblo del Atlas a por una madre que da a luz sobre un plástico. Pero es así.
A este lado de la desesperación de aquí hay Diada y exigencias y han reverdecido los independentistas como los zombies de una película en la que te piden la amnistía, la autodeterminación y un mechero.
Dimitió Rubiales, que tiene hoyuelos de ligón de guiris en Motril. Cinco veces dijo que no se iba y después se le vio la filiación sanchista. Cuando un socialista dice que no va a hacer algo, es señal inequívoca de que ese algo está más cerca.
Mientras van a amnistiar a Puigdemont, andan persiguiendo a un delantero del Zaragoza por agarrarse el rubiálico paquete después de marcar el tercero en tiempo de descuento. Se los cogió con una fuerza que yo me dije: “Se ha tenido que hacer daño”.
En este país el testículo era fundamental. A las cosas había que echarle huevos, pero ahora dicen que es mejor echarle cúrcuma y veinte juristas de Moncloa para escribirte lo de la amnistía Osoa. Mientras se santifican a los golpistas en la diada y se tiran selfies con secuestradores, persiguen a los que se agarran ahí. Los que ponen la mano en su aparato reproductor son los nuevos terroristas de mi Españita, que hasta ayer era un país muy cajonero, maldito corrector.