De Blanes se apareció un día Quim Torra de mártir bizcochable. Una cosa sonrosada y sanota de epopeya catalanista con coloretes. Traía un pin de Winston Churchill en la solapa. Para el secesionismo catalán, todas las historias de todos los pueblos son su historia, menos la suya.
¡El Churchill de Blanes!, me dije. Pero fue un activista de despacho, libertario ‘dadbod’, un audaz de clase de Zumba. Póngame la libertad de los pueblos pero cortada fina, que es para los niños. Fue un héroe de veranillo de San Martín y martirio de multa e inhabilitación de año y medio.
Fue el profeta del ‘Ya veremos’, adalid de la promesa incólume de volverlo a hacer, pero hoy no; otro día. En eso y en otras cosas, pese a su mucha hispanofobia, Torra ha sido profundamente español.
Para fuera, Quim vivía en aquel poema de Henley: “Más allá de la noche que me cubre, negra como el abismo insondable doy gracias a los dioses por mi alma invicta” y, para dentro, hacía lo que le decía otro.
Cómo iba uno a pedirle un alma de granito si era el cuerpo que poseyó Puigdemont para pasear por entre las piedronas del Palau. Mucha barricada y mucho apreteu, pero Torra simbolizaba la imagen de una huida.
Al final, claro, le pedían una patria y les dio un balcón, acaso un ratito de pancarta en el balcón. No todo el mundo puede ser Mandela.