Es tal el nivel de crispación, de enfrentamiento personal y social en el que vivimos desde hace tiempo, siglos diría yo, que si no fuera por lo serio que es el asunto y el miedo que da, sería para tomárselo a risa.
Desde quien se molesta si le das los buenos días porque se ha levantado con el pie del centro, hasta los que hacen de cualquier opinión un motivo para poner en marcha el ventilador y proclamar sus mierdas a los cuatro vientos.
Es insoportable este umbral de ruido interesado y superfluo que nos revienta los tímpanos, los ojos y los entresijos.
Que las discrepancias estén a la orden del día no tiene nada de malo, lo malo es que hagamos de cualquier baldosa un campo de batalla, de cada palabra una falta de ortografía, de cada frontera una trinchera, de cada ambición un rancho y de cada frase una coartada para traer manzanas aprovechando el viaje a la casquería.
Se nos calienta tanto la boca que cualquier día se nos derriten los dientes. Si hablamos de instancias más altas la cosa no mejora. El planeta padece en estos momentos un doble o triple calentamiento global. Antes el que se movía no salía en la foto, hoy en día si te mueves, sales igual, borroso, pero vaya si sales. Algo mal estamos haciendo si bajamos a la calle a subir la basura.
Y mientras nos peleamos por cosas intrascendentes, hay quien lucha cada día por algo tan raro como sobrevivir. La vida es una enfermedad rara. Sigamos investigando hasta encontrar una cura. En el nombre del Putin, del Biden y del espíritu tántrico. Amén.