Antes de ir a la sangre, dediquemos un instante a la imaginación. Lo que Clarke hacía era ciencia tanto como ficción. Con lo que hacía, lograba plantear proyecciones sobre lo que podía suceder, albergando la esperanza de que el ser humano pudiera ir más allá de sí mismo. No lo olvidemos, todo comenzó con aquel homínido que creo un arma con un hueso. Clarke decía que la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, adentrándonos en el territorio de lo imposible. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada resulta totalmente indistinguible de la magia. Por eso, hizo aquella advertencia: cuando un científico distinguido pero anciano afirma que algo es posible, es casi seguro que tenga razón. Pero, cuando afirma que algo es imposible, entonces, es casi seguro que esté equivocado.
La humanidad ha progresado tanto que incluso ahora en este tiempo pandémico de incertidumbre, incluso ahora nos cuesta concebir que la medicina fuera tan esquivamente cuidadosa hace no demasiado. Tal y como está documentado, en este preciso momento hace 170 años en la sala de operaciones del University College el cirujano más famoso de Londres se preparaba entonces para fascinar a su público con la amputación de una pierna por la mitad del muslo.
La sala de operaciones del University College consistía en una plataforma parcialmente cerrada por gradas semicirculares que ascendían hasta un gran claraboya. En el centro de la sala había una mesa de madera, una mesa con señales apreciables de las carnicerías humanas que allí se habían hecho. Debajo, había serrín para absorbiera la sangre.
La sala de operaciones se hallaba atestada de estudiantes de medicina y de otros espectadores, curiosos o sencillamente sádicos. Casi todos llevando consigo la mugre de la vida cotidiana del Londres Victoriano. Las puertas de aquellas salas de operaciones eran las mismísimas puertas de la muerte.
De los cirujanos de hace 170 años se decía que eran como jinetes en la tormenta. En una tormenta de gritos y sangre. Del cirujano Robert Liston se decía que cuando amputaba al brillo de su cuchillo le seguía tan instantáneamente el ruido del aserrado que parecían simultáneos. Era como si el trueno y el relámpago ocurrieran en el mismo instante. Linston era capaz de amputar una pierna en 30 segundos, y para tener las dos manos libres a menudo sostenía el cuchillo ensangrentado entre los dientes mientras maniobraba.
Se daba prisa para que el dolor del paciente durase menos, porque no había anestesia. La rapidez de Linston era un don, aunque a veces también era una maldición. En una ocasión, seccionó -por accidente- el testículo de un paciente junto con la pierna que estaba amputando. En otra ocasión -que podría ser apócrifa- en una operación se puso tan trepidante que cortó tres dedos de su ayudante. Y al cambiar de cuchillo le hizo un tajo a un espectador que se había asomado demasiado. Tanto el ayudante como el paciente acabaron muriendo de gangrena. Al infortunado espectador le dio un infarto desplomándose allí mismo sobre el serrín ensangrentado. Es la única cirugía de la historia en la que se dice que hubo una tasa de mortalidad del 300 por cien.