CON JAVIER CANCHO

Historia de unas cabezas y la de Carlos de Austria

Hubo un tiempo en el que metieron la momia de un monje en la cama del heredero de la corona... a ver si así mejoraba. Fue la época en la que Barcelona estuvo cerca de ser la capital del imperio español.

Javier Cancho

Madrid |

Año 1562. Carlos de Austria se cae bajando unas escaleras. Cae rodando hasta golpearse la cabeza con una puerta entreabierta.

Carlos de Austria fue el primogénito de Felipe II, ya saben, el rey que gobernó el trono del imperio donde nunca se ponía el sol, el más basto imperio jamás conocido. Y el epicentro estaba en Madrid, con una considerable presencia -por cierto- de consejeros vascos cerca del monarca. Y estaba en Madrid cuando pudo haber estado en Barcelona. Antes de que Madrid fuera designada capital, hubo otras tres ciudades con opciones plausibles: fueron Sevilla, Lisboa y Barcelona, que era una urbe que por entonces pertenecía al reino de Aragón. Imaginen, por un momento, que la capital del imperio hubiera sido Barcelona.

La que menos condiciones estratégicas reunía -a priori- era Madrid. Recordemos que Madrid no tiene cerca nada que sea medio navegable. Y está en un altiplano, no hay ninguna otra capital europea que esté geográficamente tan elevada, lo que hace cinco siglos significaba inaccesibilidad, a 650 metros sobre el nivel del mar. Como capital, Madrid era más significativa por lo que le faltaba que por lo que tenía. Aunque lo que tenía era lo que en aquel momento le iba bien a Felipe II. Qué hubiera pasado si Barcelona hubiera sido la cabeza del Estado.

Volviendo a la otra cabeza que he mencionado, la de Carlos de Austria, la cabeza de aquel chico se llevó un golpe funesto. Al principio, no parecía grave porque el joven no llegó a perder la consciencia. Pero, pasadas unas horas la cabeza del heredero comenzó a hincharse. Apareció la fiebre. El asunto se puso feo, casi agónico. Se le aplicaron ungüentos, se le hicieron sangrías y purgas. Hubo hasta una trepanación. El dueño del mundo veía cómo su heredero se le moría, sin que todo el poder del mundo fuera suficiente para salvarle.

Y estando la salud del príncipe muy comprometida se optó la vía milagrera. Se llegó a meter en la cama del enfermo la momia de fray Diego de Alcalá, que había sido un cura curandero. Y el niño mejoró. O así fue como la historia se contó. De modo que fray Diego de Alcalá terminó siendo el primer santo español de la Edad Moderna canonizado en Roma. Su cuerpo -más o menos- incorrupto se conserva todavía en una urna de plata y cada año en noviembre se expone a quien quiera verla. Y hay quien va verla, aunque lo único que se vea es su cabeza. Con más cráneo que carne.

Carne humana asada en vivo era un espectáculo que le gustaba contemplar al primogénito de Felipe II. Se cuenta que con once años hizo azotar a una sirvienta presenciando el sufrimiento de la muchacha con mirada sádica.

A orillas del Pisuerga, en Cabezón, fue donde el hijo de Felipe II, el príncipe don Carlos conoció a su abuelo, al emperador Carlos I de España y V de Alemania. Al abuelo le pareció que su nieto no estaba bien de la cabeza. El chiquillo perdió a su madre cuatro días después de nacer y luego estaba el asunto de la genética. Se decía que don Carlos había heredado todos los desvaríos de Juana la Loca, de su bisabuela. Su bisabuela que lo era tanto por parte de madre como por parte de padre, ya que los padres del niño -Felipe II y María Manuela- eran primos hermanos por parte de madre y padre. Para explicarlo mejor hay que mencionar que Don Carlos solo tenía cuatro bisabuelos, cuando lo normal es tener ocho. Por tanto, Juana la Loca era bisauela de Carlos de Austria por vía materna y paterna.

La sangre de Don Carlos portaba un coeficiente de consanguinidad similar al que resulta de la unión entre hermanos. La historia tiene pasajes insuperables.