Fue un martes de otoño del año 1844 cuando en el diario de la pequeña localidad de Hartford, en Connecticut, se publicó el anuncio que voy a leer a continuación: hoy, en el Union Hall, tendrá lugar una exhibición de fenómenos producidos por la inhalación de protóxido de nitrógeno, más conocido como gas de la risa. Hay unos 150 litros de ese gas a disposición de los espectadores. Es imposible describir con palabras las maravillosas sensaciones provocadas por el gas hilarante. El poeta Robert Southey dijo una vez que ese gas te transporta a una atmósfera celeste. La exhibición comenzará a las siete, el precio son 25 centavos.
Entre el público de aquel espectáculo insólito había un dentista pelirrojo llamado Horacio Wells.
Wells contemplaba el grotesco comportamiento de quienes habían inhalado el gas, cuando -de súbito- vio algo que le llamó la atención en el escenario. Ocurrió por mera casualidad, pero es una de esas coincidencias que convierten un instante en un momento histórico. Wells se fija en cómo uno de sus vecinos, uno llamado Samuel Cooley -estando bailando -por el efecto del gas hilarante- empieza a dar traspiés hasta que golpea con estrépito su tibia izquierda contra el pico de un banco. Wells cree haber escuchado hasta un crujido. El propio Wells encoge sus piernas estremecido por el golpe que se había dado aquel tipo. Y sin embargo, el tal Cooley sigue riéndose y bailando sin resentirse, sin echarse si siquiera la mano a la pierna, cuando en su pantalón enseguida aparece la sangre. Es ahí cuando el cerebro de Wells cristaliza un pensamiento que marcará el inicio de una nueva era para la medicina. Su mente empieza a cavilar mientras Cooley sigue danzando como si nada le hubiera sucedido.
Meses más tarde, después de que el dentista Wells hubiera probado el gas de la risa con decenas de sus pacientes…finalmente consiguió que el cirujano más célebre de Estados Unidos, John Collins Warren, le dejase presentar en la sala de operaciones del Hospital General de Boston el hallazgo que sostenía haber hecho. Después de que Warren alumbrase a su público con disquisiciones sobre trepanaciones craneales, llegó el momento de la exhibición de Wells, que fue recibido con escepticismo y presentado por Warren con bastante desdén sarcástico. El dentista aplicó el gas de la risa a quien se presentó voluntario para sacarse una muela podrida. Al principio, todo iba bien. Pero cuando Wells daba el tirón definitivo a la muela, entonces, el paciente comenzó a gritar. Wells había fracasado. A pesar de que estaba en lo cierto sobre el fenómeno anestésico, entonces, todavía no se sabía que las proporciones variaban si la persona era obesa y alcohólica.
Casi dos años después, Warren, el cirujano impasible, dobló los puños de su camisa y empuñó el bisturí. Con la rapidez del relámpago hizo un primer corte. En la sala había un silencio tan solemne que se habría escuchado el más leve gemido. Pero, no lo hubo. Warren procedió con el segundo y el tercer corte pero la flácida cara del paciente ni se inmutó. Warren estirpó el tumor. Y no hubo ni un suspiro. Warren dio los últimos cortes, hizo una ligadura, aplicó esponjas para restañar la sangre. Mientras sólo se escuchaba el silencio. Un silencio abrumador que subrayó aún más las lágrimas que brotaron del rostro del cirujano impasible. El éter sulfúrico, el gas de la risa, acababa de hacer posible un prodigio. Aquello era un prodigio que cambiaría los procedimientos quirúrgicos. El dolor había sido vencido, era la más inaccesible de todas las fronteras que la medicina había encontrado hasta aquel momento clave en la historia de la humanidad.
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