La iglesia había influido en la promulgación de la Lex Regia, que era una ley con la que se prohibía enterrar a mujeres embarazadas que hubieran muerto sin parir a sus criaturas. El objetivo era la extracción para el bautizo. De modo que durante centurias, desde la Edad Media, se hicieron muchas cesáreas siendo poquísimas las que salieron bien. Háganse una idea del riesgo que las mujeres asumían.
Lo que vamos a contar sucedió en la primavera de hace 145 años. San Matteo de Pavía era uno de aquellos hospitales donde la fiebre purulenta hacía de anfitriona. Allí parió, a su primer hijo, una mujer llamada Julia Covallini. Tras el reconocimiento, el doctor Porro le dijo a su ayudante que había un estrechamiento oblicuo de grado elevado. En la mitad derecha no hay posibilidad de pasar siquiera un dedo entre el promontorio y la fosa ilíaca. Había que hacer una cesárea; cuando hace 145 años, en cualquier hospital, casi ninguna madre sobrevivía a esa operación, que para los tocólogos era un trance tétrico cuya consecuencia solían ser el fracaso y la muerte.
El doctor Porro pidió el escalpelo. Practicó la incisión en el abdomen abultado y tenso de Julia Covallini. La incisión partía del ombligo en dirección al pubis. Debajo del corte apareció el útero contraído, con la criatura dentro. Cortó el útero: empezó por la parte superior, siguiendo hasta el cuello. La musculatura se relajó. Se abrió la herida y empezó a sangrar en abundancia. En esas incisiones existía el peligro de que el escalpelo hiriera la placenta.
Porro cogió el brazo izquierdo del bebé y después el hombro. Extrajo la cabecita por la abertura del corte. En ese momento hubo un desgarro en el extremo superior de la herida. El médico se movió con rapidez, sacó los dos hombros, los bracitos, el cuerpo y las piernas. Cortó el cordón. Tenía delante una niña que daba sus primeras señales de vida.
La sangre seguía manando en abundancia del cuerpo de Julia. Estaba inundando la cavidad abdominal. Sangraba especialmente en el desgarro de su borde superior. El doctor Porro no sabía qué hacer. Hasta que tomó una decisión insólita: amputar el útero. Con el llanto al fondo y con el útero fuera de la madre había dado el paso decisivo hacia la incertidumbre.
El cuello del útero fue fijado por el primer punto de sutura. El vientre fue cerrado. Durante un mes entero, Porro anotó con extraordinaria meticulosidad todos los detalles sobre el estado de la enferma. Durante semanas la fiebre le subía por encima de los 40 grados, con fuertes dolores abdominales. Porro decidió cambiar el vendaje dos veces al día temiendo que el cuello del útero pudiera escurrirse y convertirse en fuente de supuración. Pero, con los días, la herida exterior se iba curando. El tubo de drenaje apenas presentaba señales de secreciones abdominales. Aunque, el temor era constante. Había pasado un mes y la paciente tenía noches en las que ardía de fiebre.
54 días después de la cesárea, Julia Covallini estaba en condiciones de danzar con su hija en brazos. Porro había descubierto un método para intentar dar esquinazo a la muerte de las parturientas. En las primeras 150 cesáreas practicadas por el método Porro, hubo una mortalidad del 55 por ciento en una época en la moría sin remisión el cien por cien de las mujeres operadas por cesárea.