Historia de un hospital de hace 160 años
Descubierta la anestesia, a la cirugía le quedaba todavía otra antigua enemiga que siempre anduvo al acecho. Siendo la principal aliada de la muerte, tenía incluso más nombres que ella: septicemia, erisipela, gangrena, hemotaxia. Con Javier Cancho, contamos la historia de un hospital de hace 160 años.
El documento procede de los últimos días de noviembre del año 1860. Es el testimonio escrito firmado por un traficante que suministraba material a los hospitales de las orillas del estrecho del Bósforo. Se llamaba Anthony Hillary. Entre lo que el señor Hillary dejó escrito está lo siguiente: "anda usted muy equivocado, joven, si cree que el éter y el cloroformo convierten el hospital en un lugar de descanso. Pueden echarles a los heridos por las narices la correspondiente sustancia y los tipos se callarán sin duda mientras les cortan los brazos y las piernas; pero después morirán sin remedio de fiebre purulenta e irán a parar a la morgue donde los cadáveres se amontonan más que nunca -aquí- en Constantinopla".
Lo que vamos a hacer es un recorrido por el que estuvo considerado como uno de los mejores hospitales que hubo allá en los comienzos de la segunda quincena del siglo XIX.
Nada más entrar, había ratas en el pasillo, aunque no se las veía bien porque la luz de los candiles era casi inexistente. Después de caminar casi un minuto, intuyendo más que viendo, llegué a una puerta acristalada de un color que parecía verde.
Era la entrada a un gran corredor. Y allí había algo más de claridad por las ventanas. Se veía el suelo muy sucio y directamente en él -sin camas- había enfermos con nada más que un capote para cubrirse. Todos tenían los pies al aire. Algunos deliraban, se escuchaban gemidos en todas direcciones. No encontré ningún enfermero hasta llegar a la sala siguiente.
En ese lugar, el suelo estaba cubierto de una capa de paja. Allí había más enfermos y dos enfermeros que se calentaban junto a una caldera de cobre, estaban fumando y bebiendo vino tino. Les pregunté por la sala de operaciones y por los médicos. Y me miraron como si viniese de otro de mundo -o de otro tiempo-. Hacía ya ocho días que ningún médico había pasado por esa parte del hospital. Aquí, me explicaron, están los enfermos del cólera. "¿No le da miedo?", me preguntaron.
Cuando por fin llegué a la sala de operaciones, el aire se hizo todavía más denso. El olor era de una espesura casi insoportable. Era como metálico. Pronto me di cuenta de que aquello era el olor de la sangre. Al girar la vista a mi derecha, me fijé en un cirujano con la cara hinchada y enrojecida que afilaba el bisturí en el cuero de una de sus botas.
En aquel lugar, se escuchaba ese tipo de respiración: el estertor agónico. De repente, detrás de mí, me agarró un enfermo tratando de proferir maldiciones que apenas lograban salir de su garganta. Tras el sobresalto -por un momento me costó mantener el equilibrio- fueron las náuseas las me hicieron tambalear. Apoyé mi mano derecha en una tabla de madera y enseguida noté la humedad de lo debían ser restos de vísceras.
Pregunté, para limpiarme, y allí no había agua. No había agua ni para lavar los útiles quirúrgicos. La visita a un hospital de hace 160 años nos resultaría tan reveladora como desagradable, sería como respirar intensamente el aliento hediondo de lo antiguo. De una época en la que la cirugía -ya liberada del dolor- habría de luchar aún contra su otra gran adversidad: la infección.