Acabándose los años 50, empezaron a llevarse los marcapasos de primera generación, era como llevar directamente una pastilla de jabón por debajo de la piel. Tal cual, de idéntico volumen y grosor. Para que puedan visualizarlo mejor todavía, si piensan en esos señores que llevan la cajetilla de tabaco en el bolsillo de la camisa…pues era parecido a eso, pero debajo de la piel, siendo algo así como un bajo relieve de pastilla de jabón sobresaliendo del pecho, por debajo de la piel.
El primer implante de marcapasos se hizo en Buffalo, New York, en el año 1959. Noventa años antes, en 1869, empezaron circular las primeras ambulancias. ¿Cómo podía ser una ambulancia en el siglo XIX.? ¿Cómo se las imaginan? Pues era un carromato con espacio para un cuerpo, era un carromato con el nombre del hospital, tirado por un caballo. En ocasiones, el caballito miccionaba en marcha con el paciente detrás. En esas circunstancias era conveniente que no hubiera viento. Lo bueno de entonces es que no había semáforos.
Lo que se ha sostenido hasta hace no mucho, como mentira para niños sobre el origen de los embarazos, es la historieta de que los recién nacidos los traía la cigüeña, con su pico, desde París. ¿Se acuerdan de la patrañita de la cigüeñita? Bien, pues, no se lo van a creer; pero, las antiguas pinzas para el cordón umbilical. Las pinzas para antes de la ligadura y el corte del cordón tenían forma de cigüeña.
Otra pregunta, ¿se imaginan cómo fueron las primeras transfusiones de sangre? Tengamos en cuenta que hasta 1628 no se descubre la circulación de la sangre, casi 40 años después del hallazgo se hace la primera transfusión entre seres humanos. La hizo el médico francés Jean-Baptiste Denys, en 1667, registrándose así un momento cumbre en la historia de la medicina, aportando una solución tan parcial como significativa al difícil asunto de las hemorragias. Descubiertas las transfusiones, hubo muchas que no salieron bien. Tengan en cuenta que hasta 1901 no se supo que hay diferentes grupos sanguíneos.
Ocupémonos del asunto de las radiografías. ¿Quién no ha sentido alguna vez que podía sobrevenirle un parraque fulminante tratando de permanecer inmóvil y en rígido equilibrio postural para que los radiólogos no tuvieran que repetir la radiografía porque la repetición de las radiografías son malas para la salud? ¿Quién no ha pasado por esa angustiosa experiencia? Bien, tratándose de la infancia, a pesar del entrenamiento que los chiquillos tenían de jugar a estatuas mudas e inmóviles, a pesar de su poco reconocida capacidad para quedarse quietos, los adultos -siempre desconfiando de los más pequeños- terminaron inventando en la década de los 50 del siglo XX un artefacto para conseguir que los niños no se movieran cuando se les hacía una radiografía de tórax.
El aparato consistía en someter a los niños a una especie de empalamiento mecánico. Se les subía a a algo así como un caballito de juguete, que no era más que un mero señuelo para que se confiaran, del medio del caballito surgía una placa rectangular que obligaba a la criatura a fijar su barbilla sobre esa gélida superficie, de tal modo que los ojos del chiquillo solo podían mirar más allá del techo. Habiendo -como había- cierto riesgo de latigazo cervical, sí que -es verdad- se conseguía que el niño o la niña no se moviera. Aquel instrumento parecía haberlo inventado la mente de un torturador. De hecho, no habría que descartarlo.