La muralla de Teodosio se alzaba desde el siglo V, compuesta por cinco estratos defensivos, una doble altura con 192 torres, además de los fosos, y las zonas expuestas pensadas para que el enemigo las cruzase bajo un fuego intenso. Durante más de un milenio, la ciudad había vivido veintiséis asedios, sin que ningún atacante, nunca, hubiera logrado superar la muralla. Era el símbolo de lo inexpugnable.
Desde las torretas, los defensores de Constantinopla contemplaban el bullicio del campamento otomano, un horizonte imponente de millares de hombres, tiendas, animales y provisiones. Los turcos sólo poseían la orilla asiática del Bósforo. De modo que al sultán Mehmed se le ocurrió un planteamiento militar de una originalidad insólita y de una temeridad considerable. El principal obstáculo para el asedio era la profunda lengua de mar, el Cuerno de Oro, la bahía en forma de apéndice que preservaba el costado más inaccesible de Constantinopla. Al sultán se le ocurrió transportar cientos de barcos por encima de la montañosa lengua de tierra. La idea consistía en mover una flota por encima de una colina. Jamás se había emprendido un propósito de semejantes proporciones. Los turcos fueron disponiendo cilindros de madera, que los carpinteros transportaban en patines del medievo, sobre los que se iba tirando de los barcos sacados del mar como se hace en un puerto seco. Fue un proceso tan furtivo y atrevido: cilindros, aceite, grasa y bueyes tirando de 70 pequeños navíos con los que invadir por tierra una bahía. Los habitantes de Bizancio llegaron a pensar que lo que estaban viendo había sido magia negra.
Los sitiados eran 8.000 frente a 150.000. Con el enemigo dentro de la bahía sabían que no podrían resistir mucho tiempo. ¿Podía el Papa consentir que la iglesia más suntuosa de la cristiandad cayera en manos turcas. ¿Permitiría Europa la quiebra de la Cultura de Occidente? Por qué no llegaban los refuerzos. Se tomó una decisión. Un barco pequeño, con doce hombres a bordo, con turbantes, disfrazados de turcos, debía emprender una incursión entre las tropas enemigas buscando ayuda. Si la Historia fuera justa, los nombres de aquellos doce voluntarios habrían sido rescatados del olvido. De noche, sin luna, el barco salió con sigilo, desde dentro y hacia fuera.
Era impensable, pero aquella docena de valientes logró recorrer los Dardanelos sin levantar sospecha hasta llegar al mar Egeo. Y allí confirmaron la ausencia. No se atisbaba ni una sola vela veneciana. No habría refuerzos, no había nadie a quien pedir celeridad. Aquellos doce podían haber huido del riesgo y el destino de la muerte pero decidieron volver para combatir desde dentro.
El sultán Mehmet sabía que de ese día dependían siglos de Historia. Al otro lado de la muralla, eran pocos pero estaban unidos. No había tiempo para disensiones. La más extrema de las incertidumbres siempre propicia el más incomparable espectáculo de la unidad. Pero ya era demasiado tarde.
El sultán Mehmet jura en nombre de Alá, en nombre de Mahoma y de los 4.000 profetas, jura por el alma de su padre, por la vida de sus hijos y por su sable, jura que tras la toma de la ciudad concederá a sus tropas derecho ilimitado a tres días de saqueo. Y así fue como ocurrió. Mil años después del saqueo de Roma por los vándalos, mil años después comienza el saqueo de Bizancio.
El triunfo también es destrucción insensata, abuso y violación. Mientras todo aquello acontece, el sultán baja de su corcel para entrar en la catedral de Justiniano, para acceder -con paso determinado- a la iglesia de la sagrada sabiduría, la iglesia de Santa Sofía. Una vez dentro, hace llamar a un imán que anuncia el credo mahometano. En aquel día de hace 570 años fue recitada en la gran catedral cristiana la primera plegaria a Alá, al señor de los mundos. La caída de Constantinopla ocasionó una conmoción que estremeció a toda la cristiandad.