La Corriente de Deriva de los Vientos del Oeste se origina en el borde occidental del océano Pacífico. Esa corriente es la que gira alrededor de la Antártida. Para llegar hasta allí hay que cruzar el Mar de Hoces, el conocido paso de Drake.
El tránsito suele durar unas 36 horas. Pero, en aquella ocasión tuvimos que permanecer dentro del Hespérides casi 7 días, con sus siete noches, sin poder salir a cubierta, por la furia colosal de los Vientos del Oeste.
Para llegar a la Antártida hay que enfrentarse primero a los 40 rugientes; posteriormente, a los 50 aulladores; hasta enfrentarnos al trecho definitivo en el que sientes zumbar los temibles 60 bramadores. Viento y oleaje. La verdadera dimensión de la tempestad. Dentro del camarote, había que ir atado a la litera. Cuando las náuseas ya eran insoportables, llegar a la taza del wáter era una odisea sin aspavientos, con el barco meneándose a babor y estribor con una brusquedad recia.
Sujetarse a la taza y no esparcir el vómito por el aseo compartido era un reto imposible. Marinos de todos los continentes han repetido la frase: “Debajo de los 40 grados sur, no hay ley. Debajo de los 50, no hay Dios. Debajo de los 60, al agua la agita el mismísimo Diablo”.
Es el recorrido marítimo más peligroso de todos los océanos del mundo. El Paso de Drake es una vía de navegación de 1000 kilómetros por aguas turbulentas. Por la forma en que aúllan los vientos que giran cerca del paralelo 60, en días de ráfagas continuas, si uno abre los brazos e inclina el cuerpo hacia delante, no caes; el viento te mantiene de pie por mucho empeño que pongas en tirarte al suelo.
Por eso; cuando llegó la calma, y antes de desembarcar en la Antártida, los oficiales del Hespérides, para compensarnos por tanto tener que mirar el fondo de una de taza de wáter, de rodillas…para compensarnos, nos ofrecieron una experiencia única: enfundaremos en un traje de aguas frías. Un traje que se me pareció al de los astronautas. Era la indumentaria en caso de naufragio para no morir de frío en menos de cuatro minutos.
Estábamos sumergidos en aguas antárticas. El traje sólo permite mirar el cielo, mientras la salpicaduras de agua te congelan la cara; era sentir que tu nariz se hacía piedra. Para desplazarse había que mover los brazos. Requería una pericia que no teníamos. Y de repente, algo estaba pasando, empezaron a aparecer en cubierta soldados con fusiles. Había muchos fusiles. Desde abajo percibimos cierta agitación a bordo. Tanta que nuestra situación resultaba más bien incierta. Empezaron a meternos prisa para que subiéremos al buque. Subir por una escala de un rompehielos con un traje de aguas frías era casi más difícil que tratar de alcanzar el aseo desde la litera de arriba en plena tempestad cruzando el paso de Drake.
Cuando ya estábamos a salvo mientras tardábamos media hora en salir del traje de aguas frías, los oficiales nos fueron contando que habían avistado focas leopardo. Las focas leopardo son los deparadores más salvajes de la Antártida. Les gusta mucho la carne. Y parecía que habían mostrado interés en la nuestra. Unos meses más tarde, un bicho de aquellos mató a una bióloga británica.
Así fue mi llegada a la Antártida. Todo lo que pasó después es otra historia. Una historia imborrable en un paraje inconvencible, que durante el cretáceo, antes de ser de hielo, fue tierra de fuego.