Estoy hablando -en este momento- o no estoy hablando, si lo que estoy diciendo lo grabé anoche. Las contradicciones no sólo son abstracciones filosóficas, las contradicciones crean la realidad.
Somos contradictorios. Lo fue el padre de las doctoras Blackwell. Era refinador de azúcar siendo abolicionista, se beneficiaba de una mercancía que dependía directamente del trabajo esclavo, que tanto aborrecía.
Elisabeth, una de sus hijas, deploraba las negativas. Después de haber sido rechazada una docena de veces, la señorita Blackwell fue admitida en un centro universitario de medicina al oeste de Nueva York. Fue de un modo entre casual y grotesco. La facultad presentó a los estudiantes la posibilidad de aceptar a una mujer, calificando el propio centro la opción como descabellada. A los alumnos les pareció tan gracioso e improbable, asumiendo que se trataba de una broma, que votaron unánimemente a favor de la admisión de Elisabeth. Durante sus años de estudio, fue sometida escarnios; pero se graduó con las notas más brillantes en la promoción de 1849.
En el tiempo de las hermanas Blackwell, en obstetricia se empleaba una especie de navaja automática para problemas de fertilidad. El artilugio se introducía dentro del útero, se presionaba el mango, para soltar la hoja, cortándose el cuello uterino. El propósito era lograr un ensanchamiento del cuello de útero; aunque el resultado solía ser hemorrágico.
Elizabeth reprobaba los métodos atroces, maldecía casi cualquier cosa que los médicos recomendaran en el siglo XIX. En aquel tiempo, los tratamientos consistían en intentar expulsar el mal a base de laxantes, diuréticos, expectorantes, y un arsenal tóxico de sustancias que causaban vómitos, sin olvidar sanguijuelas y ampollas pestilentes.
A Elisabeth se la conocía como la doctora tuerta del ojo de vidrio. Padeció una conjuntivitis gonorreica, que contrajo mientras trataba una parturienta. Ella misma se cauterizó los párpados, se puso sanguijuelas en las sienes, con ungüentos de belladona y opio de los que tanto dudaba. Sólo recuperó un ojo.
Las hermanas Blackwell, en su clínica para mujeres indigentes, se esmeraron en el rigor académico y la formación práctica. Con rutinas básicas de baño e higiene. Sus métodos eran tan nuevos que se las acusó de matar a mujeres durante el parto por usar agua fría. Cuando estaban salvando más pacientes que en otros hospitales.
Y sin embargo, inmersa en el mecanismo de la contradicción en el que todos vivimos, Elisabeth llegó considerar la enfermedad como una falla de la moral. Elisabeth y su hermana Emily fueron mujeres que buscaron su propio avance mientras terminaron oponiéndose frontalmente a las reivindicaciones de las primeras sufragistas. Capaces de lo bueno y de lo malo casi, al mismo tiempo, en la misma vida, con idéntica determinación. Elisabeth se dedicó, con pasión, a la defensa de la salud pública, haciendo campaña contra las Leyes de Enfermedades Contagiosas, que hospitalizaban a la fuerza a las prostitutas, en lugar de centrarse en los hombres que las infectaban. Y sin embargo, apoyó la frenología, que contemplaba que hubiera rasgos de la personalidad y tendencias criminales, por la forma del cráneo o las facciones. Elisabeth se opuso a la anticoncepción e hizo campaña contra las vacunas. Lo uno y lo otro, lo justo y lo desacertado.
Habiendo sido una pionera, Elisabeth Blackwell abandonó la medicina para centrarse en sus cruzadas morales contra el mal social. Elisabeth Blackweel vivió en la contradicción, como todos, redobladas sus paradojas en un tiempo de cambio. Como el nuestro.