El doctor Westaby quiso ser médico por algo que sucedió el primer día de su vida. Cuando nació, compartió la misma habitación en la maternidad de Scunthorpe, en el condado de Lincolnshire, en Inglaterra…compartió habitación con un bebé que tenía un color azulado y no lloraba con energía. Algo no iba bien para aquella criatura. Tenía un problema cardíaco congénito, los médicos le dijeron a la madre de aquel niño que no se podía hacer nada.
Aquella criatura falleció horas antes de que a la madre del doctor le dieran el alta. La única razón por la que el doctor conoce esta historia -que obviamente no recuerda- es porque su madre siempre llevaba flores a una señora cuando él cumplía años. Un día le preguntó a su madre para quién eran las flores y ella finalmente, después de mucha insistencia, le contó la historia…añadiendo que quizá hoy ese niño se habría salvado. Aquella revelación determinó la profesión como médico del doctor Westaby.
Esta es la voz del doctor Westaby. El doctor es especialista en cirugía cardiaca. Consulta de salud mental. Un paciente entra con su perro. Antes de sentarse explica su deseo de suicidarse. Es vagabundo, malvive en la calle con la única compañía de su perro. Pero, la doctora le explica que tiene fobia a los perros, porque uno le mordió siendo una niña.
El paciente hace ademán de irse. La doctora intuye que no es buena idea dejarlo marchar. Ella le explica que a pesar de que es superior a sus fuerzas, pasará consulta con el perro allí al lado, mirándola.
Después de aquel día hubo otros. Después de varias consultas, el paciente propuso a la doctora acariciar a su perro. Ella -medio aterrorizada- lo hizo. Se atrevió.
El hombre aseguraba que el perro, a pesar de llamarse Tyson, nunca haría daño a una mosca. Aquel paciente, que rara vez acudía a sus citas porque no le dejaban entrar con su perro, empezó a colaborar con la doctora que sentía pánico canino.
La psiquiatra considera que su paciente percibió, de verdad, por primera vez en mucho tiempo, que estaba siendo importante para otra persona. Él y su perro. En aquella consulta hubo dos curaciones. También la de la doctora que trataba al suicida.
Cuando el Dr. Phil Hammond ejercía como médico de cabecera en un pueblo, una noche recibió una llamada de urgencia de una mujer cuyo marido se había caído por las escaleras y se había roto la rodilla. Antes de coger el coche, contemplando que era más probable que aquel hombre se hubiera dislocado la rótula, buscó en un libro cómo colocarla manualmente.
Cuando llegó a aquella casa, se dio cuenta inmediatamente de que -en efecto- aquel señor se había dislocado la rótula. El doctor Hammond recordó el procedimiento y pudo colocar la rodilla en su lugar. Se sintió muy orgulloso de haber sido capaz y de haber intuido lo que había ocurrido. Aquel hombre dejó de gritar. Pero también dejó de hablar. Cuando el doctor le preguntó si le dolía, él no respondía. Se había muerto. La razón por la que se desplomó por las escaleras era un paro cardíaco.
El doctor Hammond se había concentrado tanto en la puñetera rodilla que no había evaluado al paciente en su totalidad. Aquella noche el doctor se sintió muy pequeño, muy incapaz de seguir ejerciendo su profesión. Pasados unos días recibió una carta, escrita de puño y letra por la mujer del difunto. La señora le agradecía haber quitado el dolor a su marido antes del último suspiro. Probablemente aunque hubiera atinado con el diagnóstico, en aquella época, en el pueblo donde fue médico de familia aquel hombre tampoco se hubiera salvado sin ambulancias ni desfibriladores portátiles.