En aquellos días terribles, siempre era Sise quien conducía. Norman Bethune y Hazen Sise habían llegado a Almería en una camioneta con material médico, sabiendo que en Málaga podía haber muchos heridos. De Almería a Málaga sólo se podía circular por una carretera, siguiendo la línea de la costa, junto a los acantilados, dejando el mar a la izquierda.
Según avanzaban iban encontrándose con refugiados. Caminaban pesadamente, arrastrando los pies por el asfalto. Sus espaldas parecían caídas sobre ellos mismos, sus bocas colgaban abiertas, llevaban la mirada en blanco. Verles caminar con esa cadencia era contemplar el abatimiento más absoluto.
Eran personas que buscaban refugio en otra ciudad de la misma Andalucía, en otra ciudad del mismo país. Había familias enteras acarreando sus pertenencias más elementales. Eran familias caminando juntas; aunque, parecían estar solos, cada uno con su cansancio, moviéndose sin elección ni decisión al ritmo de la inercia. Daban la impresión de llevar caminando toda una vida.
Eran como sombras deslizándose desde la nada a ninguna parte. En aquellos labios había más grietas que en la tierra a uno y otro lado del asfalto. Sise conducía sin saber que estaba presenciando el mayor éxodo de seres humanos de la historia de Europa hasta que llegó la guerra de los Balcanes. Había quienes caminaban chorreando sangre por los pies.
Era un flujo torturado de personas sin fuerzas para continuar, y con miedo a detenerse.
Sise apretó el acelerador. Después de remontar una colina, el horizonte de aquella carretera mostró una extensa llanura repleta de personas. Al fondo, se veía que los refugiados ocupaban toda la carretera. Dentro de poco -comentaron- tendremos que parar. No se vislumbraba asfalto, porque todo eran refugiados. Debían llevar caminando cinco días y cinco noches.
En medio de la muchedumbre se escuchaba aquel sonido de pánico, prisa y desorden. Había gritos de súplica, se veían manos tendidas pidiendo agua, pidiendo que les llevaran hasta Almería. De repente, alguien logró abrir la puerta del camión desde fuera.
Era un hombre que llevaba un niño en brazos. El pequeño estaba demacrado, estremecido de fiebre. Aquel tipo comenzó a hablar apresuradamente, al principio con voz quebrada, luego subiendo la tono hasta que se convirtió en un ruego desesperado. No hacía falta traducción, a veces las palabras son universales. Aquel padre le pedía a Hazen Sise que se llevase a su hijo, para que no muriera. Él se quedaba en tierra, decía.
Solo pedía para el niño. En aquel trance era inevitable preguntarse dónde estaban la clemencia y la conciencia del mundo. Sise y Bethune bajaron todo elmaterial sanitario que llevaban y ocuparon todo el espacio del camión con niños. Pero muchos desesperados querían subir. Muchos.
La situación se puso todavía más angustiosa. Los adultos no, gritaba Sise, con su acento extranjero. Era espantoso decidir entre la histeria quién venía y quién se quedaba. Era espantoso. Había hileras de madres separándose de sus hijos sonriendo tristeza, insuflándose coraje pensando en que había esperanza para sus chiquillos. Tratando de soportar la separación con un dolor que venía desde el útero.
Sise y Bethune contemplaron tantas caras pidiendo ayuda, tanta desesperación, tantas muecas…sabían que aquellos rostros habitarían en sus pesadillas para siempre.
Ya estaba hecho Sise conducía un camión con cuarenta niños en el primer viaje. Sise conducía. Sise y Bethune padecieron hambre y sed, pero salvaron la vida cientos de niños, a los que llevaron en su camioneta desde la carretera de la muerte hasta Almería.