Historia de las locas peripecias de científicos cuerdos
Si salimos a la calle y preguntamos quién es Buffon, diez de cada diez que digan saber quien es Buffon dirán que es un portero. Y sin embargo, hubo un tiempo en el que se decía que Buffon era un portento…un portento para la ciencia. Fue la época del conde de Buffon.
Quienes decían que Buffon era un portento para la ciencia lo manifestaban, más bien, con mala intención. Lo decían con sarcasmo. El conocido matemático d’Alembert, pionero en el estudio de las ecuaciones diferenciales, llegó a decir que en el conde de Buffon no había ningún tipo de incógnita porque era claramente un charlatán. Y podemos llegar a asimilar una idea poco respetable acerca de aquel naturalista. Sobre todo, después de conocer su planteamiento sobre la evolución. El conde de Buffon aceptó como cierto un cierto proceso evolutivo en algunas especies; sólo que la evolución que Buffon concebía era más bien involución. Él pensaba que los burros habían degenerado de los caballos, lo mismo que los monos habían degenerado de los humanos. Es decir monsieur Leclerc, el conde Buffon, no creía que los humanos vinieran del mono, pensaba que era al revés.
La teoría de la evolución tuvo sus avatares con algunas situaciones muy desvariadas. Pensemos en el lío que se hicieron el arzobispo irlandés Usher y el doctor Lightfoot de la Universidad de Cambridge. Era el año 1593 cuando a través de una serie de sesudos y complicados cálculos basados en datos del Antiguo Testamento, ambos llegaron a la desparramada conclusión de que el mundo fue creado a las 9 de la mañana del domingo 23 de octubre del año 4.004 antes de Cristo. No lo podemos saber, no presenciamos aquel momento de 1593, pero es muy probable que después de su desventurada conclusión monseñor y profesor chocasen las manos satisfechos pensando que habían hecho un gran hallazgo.
Hubo un gran choque, una colisión de mensajes. De un lado estaba la difusión sacrosanta de los libros del Génesis y su narración de la creación única de las criaturas vivientes, tal y como -por otra parte- se hacía en el resto de narrativas religiosas…en el Islam, el hinduismo o el judaísmo. Mientras, al otro lado estaba el testimonio petrificado de los fósiles contradiciendo todas aquellas interpretaciones místicas. Leonardo da Vinci ya prestó atención a esas piedras que tuvieron movilidad. Pero, no fue hasta el siglo XIX, no fue hasta anteayer, cuando la teoría de la evolución de la especies derribó definitivamente el principio antropocéntrico que situaba al ser humano como centro y medida de todas las cosas. Hasta el siglo XIX estuvimos mirándonos obsesivamente el ombligo de la creación.
Por esa tardanza en ver lo evidente, tienen tanto mérito personajes de la ciencia primigenia como Anaxágoras que fue perseguido en el siglo V antes de Cristo por enseñar que el Sol no era un dios sino una piedra al rojo vivo. Cuando miramos las otras piedras, el registro fósil de organismos del pasado, pese a las dificultades que normalmente supone su hallazgo y a las aún más raras condiciones del proceso de fosilización, entonces, vemos que el número de especies desaparecidas es infinitamente superior al de las que hay hoy en día. Y así es como puede verse el funcionamiento de la evolución que no mantiene las especies, aunque conserve y promueve la vida. Con o sin nosotros La Tierra seguirá girando con seres vivos mientras el sol la ilumine.