El consejo de esta semana es más bien un grito: basta ya de jeremiadas.
En lo que llevamos de semana he leído que la tercera guerra mundial es inminente, que Estados Unidos se aproxima a la guerra civil, que la querella chino-americana está a pique de escalar, que la democracia peligra (lo que ya se ha convertido en un género literario), y, por supuesto, que la inflación se dispara como una flecha, que este invierno nos vamos a congelar y que el cambio climático ya ha derretido los casquetes. Ni el Apocalipsis de San Juan: nos congelaremos y nos derretiremos a la vez.
No niego ninguno de los peligros que ahora están en liza. Pero arregostarnos en el catastrofismo es una actitud infantil. Por dos razones: por lo pronto, porque es un manierismo, y como todos los manierismos es un manierismo vacío, porque el pesimismo es literario, es romántico, y muchos se duermen en sus laureles. Y, por otro lado, porque, como si de un test de Rorschach se tratase, la catástrofe es una fantasía en la que cada uno proyecta sus obsesiones…
A comienzos de la pandemia un periodista escribió que la naturaleza nos estaba castigando por nuestra conducta irresponsable, contaminante, etc, y que de esta solo saldríamos siendo mejores, menos egoístas. Curiosamente, salimos siendo menos. En la gran recesión se decía lo mismo: que trocaríamos la mentalidad de lucro por la compasión, por la empatía… Eso es redentorismo, eso es pensamiento mágico, y nosotros ya somos mayorcitos.
Dice Houellebecq que una catástrofe general siempre atenúa las catástrofes individuales, y quizá por eso hay tanta gente asomada al antepecho de la catástrofe viendo el fin del mundo en dolby surround. Lo bueno del Apocalipsis es que hace que olvides tus penas por un rato.
Alsina: En conclusión…
El catastrofismo es una actitud intolerable, porque supone que la suerte está echada, que solo queda tumbarse a la bartola, a la espera del cataclismo final, y porque es la otra cara de la resignación. Así que menos lobos y menos profetas Jeremías. No nos hagamos daño.