Tenía siempre colgada una sonrisa amable, de comprensión, hacia los 350 ancianos que la rodeaban por los pasillos, salones y aquel comedor, que me recordaba la frialdad del internado con ese olor a verduras inaguantable. Les sonreía, les acariciaba el pelo, empujaba sus sillas de ruedas hasta las mesas del comedor, y era especialmente dulce con mi madre, porque me había hablado de sus dos hijos, que se trajo de Perú, y quería que jugasen al fútbol en la escuela de nuestra Fundación, y creo que estaba agradecida.
Esos dos niños eran su ilusión y los mantenía a base de horas eternas en esa residencia de ancianos, soñando con que uno le saliese médico y el otro futbolista. Cuando comenzó la epidemia, la residencia comenzó a contar muertos de manera sigilosa y discreta. Pero ya llevan 60.
Mi admirada samaritana de ancianos, sé que continúa allí con la cara protegida con una mascarilla, las manos enfundadas en unos guantes azules, y los ojos vidriosos con la mirada que produce el miedo, el miedo al contagio, a contagiar, a la enfermedad, el miedo a lo desconocido, como ella es desconocida… confieso que ni siquiera recuerdo el nombre, pero la recuerdo a ella… sé que estará allí, aunque no sé bien cómo, sé que habrá otras muchas como ella, que a estas horas de la mañana van despertando ancianos habitación por habitación, forzando una sonrisa animadora, sacada de un ánimo que no tienen, pero que se les obliga a tener.
Esta mañana, pensando en mi madre, y en la residencia, pensé que era justo hablaros de esa mujer… y de todas esas mujeres que trabajan en esas residencias y supuse que no os importaría dedicarles este minuto de radio.
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