A Anacleto, el mítico agente secreto que dibujaba Vázquez, las cosas no solían salirle bien. Si se perdía en el desierto del Gobi, para calmar la sed solo conseguía bocadillos de anchoa y confundía con espejismos los chiringuitos reales. Y siempre que tenía una misión en el mar, aparecía un tiburón que intentaba comérselo.
Llamar Anacleto a Aldama, con desprecio, ha sido un error más del Gobierno en el caso Ábalos. No solo porque ya está claro que Aldama sí tenía conexiones de verdad con los servicios secretos y hasta una condecoración todavía pendiente de explicar. También porque ridiculizar al empresario corruptor que está llevando pruebas al Supremo solo puede incrementar las ganas de Aldama de tirar de la manta. Y porque a Aldama no es el que va por el desierto viendo espejismos, es él quien aporta en forma de pruebas los bocadillos de anchoa que tanta sed da a los implicados.
Dijo que habría pruebas y ya están aquí, acechando. Doce días ha tardado Víctor de Aldama en presentar al Supremo su primer documento. Uno con un listado de obras a cambio de comisiones. La mecánica de corrupción en el Ministerio de Transportes que implicaría directamente a Ábalos y en la que se concedían adjudicaciones a cambio de comisiones. Entre las pruebas Aldama adjunta un documento con un contrato para cederle una vivienda de lujo, de casi dos millones de euros, con la que dice que es la firma del ex ministro Ábalos.
La mecánica es más vieja que las viñetas de Anacleto. El trato dice Aldama que era darle ese piso a Ábalos a cambio de unas adjudicaciones de contratos públicos a unas constructoras. Y Aldama se ofrece a desencriptar su móvil que le requisó la UCO, en el que asegura que hay más pruebas que implican tanto a Ábalos, como a su hijo, como al ministro Ángel Víctor Torres. Y más.
En esta historia, Aldama no es Anacleto. No le persigue ya ningún tiburón queriéndoselo comer. El tiburón es él.
¿Moraleja?
Si Ábalos manejaba el Ministerio con más presupuesto, alguna responsabilidad tendrá quien lo nombró para esto.