EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: Cogió un periódico provinciano y lo convirtió en referencia

Les voy a decir una cosa.

No le hacía gracia lo de Jason Robards. A él le habían dicho que el actor que le encarnaría en la gran pantalla sería Robert Mitchum, tan alto y tan consagrado, 1976. Luego le contaron que sería Richard Widmark, de quien lo único que recordaba es que había interpretado a un maníaco que empujaba a una mujer en silla de ruedas por las escaleras, “El beso de la muerte”, 1947.

ondacero.es

Madrid | 22.10.2014 20:10

Y al final le llegó la noticia de que sería Jason Robards, un gran actor sin duda, se dijo, enormemente conocido, tanto por su destreza interpretativa como por su afición a empinar el codo. “Se decía que era alcohólico”, cuenta Bradlee en sus memorias, y él temió que fuera eso lo que el espectador acabara concluyendo: que para dirigir un periódico influyente hay que beber a todas horas.

Hace ahora tres semanas, 29 de septiembre, contamos aquí, y a esta hora, que la esposa de Ben Bradlee, legendario director del Washington Post cuando los papeles del Pentágono y el Watergate, había revelado que él padecía alzheimer y que en los últimos días había empeorado. Se encontraba ingresado en un centro especializado con su aptitudes ya muy mermadas, viviendo Bradlee en su mundo particular, vedado al resto, y vedado para él este mundo de los que no tenemos demencia, basado -nuestro mundo- en la memoria y en saber, más o menos, quiénes somos.

Había ido perdiendo la memoria el hombre cuyas memorias más han sido leídas y citadas por los periodistas de medio mundo. “A good life”, una buena vida es el título que hoy nos vale como epitafio. Sally Quinn, la esposa (periodista también, la primera presentadora que hubo en los programas de mañana de la televisión norteamericana) empezó ese día a preparar el terreno, a recorrer el camino que, ella sabía, terminaba en esta noticia que el Washington Post difundió hoy: la noticia del fallecimiento de Bradlee. Cogió un periódico provinciano y lo convirtió en una referencia dentro y fuera de los Estados Unidos. Apostó por las buenas historias, por seguirlas, por seguir contándolas, y convirtió a sus reporteros en paradigma del periodismo de investigación, el periodismo que revela lo que el poder se esfuerza en mantener oculto.

Cuando la historia del Watergate se convirtió en guion cinematográfico, en el Post empezaron a hacer quinielas sobre qué actor interpretaría a cada personaje. A Woodward le hablaron de Redford y se sintió aún más guapo. A Berstein le presentaron a Dustin Hoffman, empeñado éste en imitar su forma de hablar, y no le gustó nada la experiencia. A la señora Graham la marearon diciéndole que sería Katherine Hepburn, o Lauren Bacall antes de que trascendiera la noticia de que el papel de la editora se había caído del guión a última hora, grandísima injusticia histórica. Y a Ben Bradlee, en fin,le dijeron que sería Mithcum, y que sería Widmark y que, al final, sería Jason Robards, a quien invitó un día a comer en busca de parecidos razonables y comprobó que el actor no bebía ni una simple cerveza. el suyo sería un director de periódico sobrio. “Éramos de la misma quinta y habíamos hecho la misma guerra en el Pacífico”. Aquel sería el comienzo, emulando el final de Casablanca, de una buena amistad entre el Bradlee de verdad y el Bradlee de la pantalla.

Contrata siempre personas más inteligentes que tú”, era uno de sus lemas, aunque las mayores peloteras con la señora Graham las tuvo por contratar reporteros que salieron rana. Una, sobre todo, Janet Cooke, el gran borrón de su carrera. La periodista firmó un portada una magnífica historia sobre un niño de ocho años adicto a la heroína que vivía con su madre en un apartamento sórdido. Jimmy se llamaba. Tan magnífica la historia que le dieron, a sugerencia de Bradlee, el premio Pulitzer. Y tan magnífica que tocó el corazón de un par de policías de Washington que, deseando ayudar a Jimmy, se pusieron a indagar sobre su domicilio. Nunca existió el apartamento y nunca existió ningún Jimmy. La historia escrita por Janet Cooke no era reportaje sino novela. Pura ficción. Ella quedó al descubierto, devolvió el Pullitzer, y él, Ben Bradlee, quedó seriamente cuestionado: si al director le cuelan una patraña como ésa, qué clase de periódico está haciendo. Cómo va a exigir un medio, y un periodista, rigor, respeto a la verdad, honradez a los responsables públicos y a las demás profesiones, quien no se exige, en su desempeño periodístico, lo mismo.

No es mala reflexión para estos tiempos que corren en que una legión de periodistas tuneados en persuasores, activistas y creadores de opinión emitimos a todas horas  sentencias categóricas, exigimos garantías de buen hacer a todas las demás profesiones, y juzgamos, absolvemos o condenamos a los cinco minutos de habernos enterado de cualquier cosa. Guardianes de la ley y la moral en un mundo simplificado a base de negros y de blancos. Intérpretes de la voluntad de un pueblo que nunca nos ha votado. Un colectivo profesional inmaculado -quién se anima a reconocer negligencias propias- que habiendo linchado por mataniños a un joven que nunca hizo nada malo y habiendo publicado en portada la foto de un Chávez agonizante y falso, no ha visto que se suspendiera a nadie, ni siquiera temporalmente, de militancia. El rigor, como la coherencia, y a diferencia de la caridad, nunca empieza -es mentira-, por uno mismo.

A raíz de aquel escándalo que emborronó la carrera de Ben Bradlee, Gabriel García Márquez escribió un famoso artículo -menos comentado en las facultades que “Todos los hombres del presidente”- que en España publicó, 1981, el diario El País.

En él aludía al rigor “casi puritano” del periodismo en Estados Unidos. Él había escrito un reportaje sobre el golpe en Chile para la revista Harper y le había llamado un editor para chequear la fuente de cada uno de los datos que aportaba. “Lo malo”, decía, “es que en periodismo un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos. En la ficción, en cambio, un solo dato real bien usado puede volver verídicas a las criaturas más fantásticas. En la novela se puede inventar todo siempre que el autor sea capaz de hacer creer que es cierto. En periodismo, por el contrario, hay que apegarse a la verdad aunque nadie la crea. No habría sido justo, Janet Cooke, que te dieran el Premio Pulitzer de periodismo, pero sería una injusticia aún mayor que no te dieran el premio Nobel de literatura”.