Para la racha que llevaba el Ejecutivo, está siendo un lunes paradisíaco.
El estado de alarma ya se puede medir no en los días que llevamos con nuestra libertad de movimientos limitada sino en los días que quedan. Hoy es el día menos catorce para recuperar la normalidad de un país en el que puedes salir de casa sin dar explicaciones y viajar a donde te parezca sin pedir permiso. En dos semanas, se acabó. Incluso es posible que se acabe antes para los residentes en provincias que han estrenado esta medianoche la fase tres. A Moreno Bonilla, en Andalucía, Urkullu en el País Vasco, Armengol en Baleares o López Miras en Murcia les corresponde decidir cuánto dura la fase en su comunidad autónoma y cuándo termina, previa petición al gobierno, el estado de alarma.
Su enésima homilía de fin de semana, y a falta de novedades que comunicar a la sufrida audiencia, la dedicó el presidente a escucharse a sí mismo repitiendo cosas que ya tiene muy dichas y a combinar la autoestima de haberlo hecho todo mejor que ningún otro gobierno con consejos de padre de familia. Es posible que los espectadores estén esperando escuchar la noticia de que las homilías presidenciales están vinculadas al estado de alarma. Es decir, que en cuanto decaiga el estado decaerán también las charlas. Afortunadamente abandonó el presiente hace ya días su fijación por la retórica bélica y su afición por tutearnos a los ciudadanos como si fuéramos todos amigos suyos de la infancia. Ahora se nos ha ido Sánchez al otro extremo y trata de usted a los jóvenes y adolescentes. Para suplicarles que se comporten.
Predicó el presidente en favor de la autoprotección y el cumplimiento de la higiene y la distancia social en el día en que tres mil personas se juntaron en Madrid para marchar desde la embajada de Estados Unidos a la Puerta del Sol a quejarse del racismo y los abusos policiales en aquel país. (Hubo manifestaciones en Londres, París y otras capitales a imagen y semejanza de la ola de protestas que empezó en Minnesota por la muerte de George Floyd). Tres mil manifestantes en Madrid y otros tantos en Barcelona. Los organizadores pedían con poco éxito que se mantuviera la distancia.
Pero mantener dos metros de distancia entre cada manifestante no se consiguió. Y como hace tres semanas fueron tan criticadas las caceroladas de Núñez de Balboa porque ponían en riesgo a toda la sociedad ---eso se dijo, que hacían peligrar vidas--- pues ahora lo mismo habrá que decir de estas otras concentraciones, aunque no lleven cacerolas.
Ya se ha ocupado Echenique de explicarnos que nada tienen que ver las unas con la otra. Porque él sabe que los manifestantes de ayer tuvieron todo el cuidado posible, no como los otros. La diferencia, según el portavoz parlamentario gubernamental, se llama decencia.
En sintonía con su vicepresidente Iglesias (o en un caso de plagio de pareja), Sánchez extrae dos lecciones de esta epidemia, ninguna de las cuales supone una exigencia mayor para sí mismo (ni para Iglesias). Las dos lecciones son que los famosos recortes en la inversión sanitaria han perjudicado su capacidad. Traducido: que la culpa es del PP.
Antes era la mejor sanidad del mundo y ahora sabemos que es incluso mejor. Vuelve el tópico. Y la segunda lección es que las residencias de mayores hay que cambiarlas.
Para ser éste de las residencias –-y lo que ha pasado en muchas residencias— una de las mayores vergüenzas que ha deparado la epidemia, apenas ocupó estos treinta segundos de los treinta y cinco minutos de homilía que se marcó ayer el presidente. Siempre está bien que el gobernante piense, por encima de todo, en las personas. De hecho, se supone que eso es lo que hace siempre.
El gobierno tiene razón en que hay que revisar lo que ocurrió en algunas residencias y por qué ocurrió. El gobierno central y los gobiernos autonómicos, porque en esto (como en todo lo que guarda relación con la epidemia) las responsabilidades son compartidas.
Hay que revisar por qué pudieron iniciarse los contagios, y extenderse el virus, en algunas residencias sin que nadie al principio lo detectara; por qué, una vez detectado, se recomendó el aislamiento de los residentes con síntomas y no su traslado a un hospital, aún sabiendo que las residencias tiene cuidadores, pero no médicos, y que la capacidad de muchas de ellas para garantizar ese aislamiento era muy limitada; hay que revisar por qué el personal no tuvo a tiempo ni batas, ni mascarillas, ni guantes, ni nada; hay que revisar por qué la necesidad urgente de más personal en los hospitales tuvo como consecuencia no deseada que algunas residencias se quedaran sin personal suficiente. Y naturalmente hay que revisar la gestión de los propietarios de esos centros y de todas las administraciones. Empezando por los gobiernos autonómicos, que tienen las competencias, y terminando en el gobierno central, que no las tiene pero que desde el 15 de marzo, y en virtud del estado de alarma, tuvo la potestad de intervenir en cualquier centro público o privado donde entendiera que se estaban haciendo mal las cosas.
La fiscalía general del Estado tiene abiertas diligencias a decenas de residencias desde el mes de abril. El Tribunal Supremo tendrá que decidir si abre una investigación penal sobre la gestión que hizo el gobierno de Madrid. Sobre los protocolos, los borradores de los protocolos, los correos del consejero de Asuntos Sociales y, más aún, sobre lo que de verdad acabó ocurriendo. Cuántas negativas de traslado se produjeron y alegando qué. Y cuántos traslados sí se produjeron. La comunidad de Madrid sostiene que ha habido cien traslados al día desde las residencias a los hospitales y que el mayor número se produjo el seis de abril.
La presidenta de la patronal Circulo de Atención a Personas, Cinta Pascual, dijo en este programa el 19 de marzo que se estaba privando de su derecho a la atención sanitaria a ancianos a los que no se trasladaba a los hospitales. La residencia pedía una ambulancia y la ambulancia no venía. El viernes, dos meses y medio después, lo repitió en el Congreso de los Diputados.
En los peores días de la epidemia la prioridad de las autoridades era no colapsar el sistema sanitario. Llegó a decirse en aquellos días que trasladar a un anciano a un hospital era exponerle a un peligro mayor. No hay por qué dudar de que todos los responsables públicos actuaron aquellos días con la mejor de las voluntades: la situación era dramática y había que tomar decisiones difíciles. Los médicos, en los hospitales, tuvieron que decidir también quién iba a la UCI y quien no iba. Pero entender el contexto en que se tomaron las decisiones no significa que no se examinen éstas.
Éxitus. El fallecimiento. Nadie está afirmando, porque no es posible hacerlo, que los ancianos que fallecieron en las residencias no habrían muerto de haber llegado a un hospital. Eran, y son, la población más vulnerable, los más frágiles, y eso explica que la abrumadora mayoría de los fallecidos por coronavirus sean personas mayores. Aquí y en casi todos los países. Pero son los mayores que sigue vivos, internados en residencias, los que merecen que se examine con rigor, y sin banderías, lo que aquí ha pasado. Si el poder político no es capaz de impulsar una auditoría con criterios científicos tendrán que cubrir esa laguna los investigadores del ámbito académico o el Tribunal Supremo. Despacharlo todo atribuyendo lo que ha pasado a las privatizaciones o el accionariado de algunas residencias más bien parece un intento de resolver culpabilidades a ojo.
No llegaron a responder los diputados el viernes a la pregunta que les hizo la compareciente.