EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: Lo que va a haber después está por verse, por vivirse y por escribirse

Les voy a decir una cosa. (Más, que hoy ya llevamos dichas unas pocas).

Hay noticias, momento en la historia de un país, sobre los que no hace falta prodigarse en adjetivos porque salta a la vista lo que son: acontecimientos. Eso tan manido de “hay un antes y un después”.

ondacero.es

Madrid | 02.06.2014 20:24

Sí, hay un antes y un después de lo que esta mañana sucedió en Zarzuela, hay un antes y un después de ese momento en que el rey que lo lleva siendo 39 años -único que ha conocido la España democrática de este tiempo- le entrega al presidente del gobierno -quinto que hemos tenido— el escrito firmado en el que comunica su renuncia al trono.

Lo que hay antes lo sabemos. Es mucho y de muy distinto signo: la consolidación de una monarquía parlamentaria en España, la Constitución de los derechos-deberes-y-autonomías, la modernización económica y la integración en la Unión Europea; también, claro, el 23F con sus teorías diversas sobre cuánto dejó hacer el monarca, las amistades peligrosas (Manuel Prado, Fasana, Corinna, el yerno Urdangarín), y los elefantes de Botsuana y una salud cada vez más deteriorada. Lo que hay antes lo sabemos.

Lo que va a haber después está por verse, por vivirse y por escribirse. El propio rey lo dice en el mensaje de hoy a los españoles: “una nueva generación viene reclamando su papel protagonista en la forja del futuro, y esa nueva generación merece pasar a la primera línea”. El rey lo dice como explicación de su propia renuncia y como respaldo a quien está llamado a asumir, tras él, la jefatura del Estado, “mi hijo Felipe”, pero su reflexión, seguramente acertada, va mucho más allá de estas dos cuestiones. Si una nueva generación asume su papel protagonista en la forja del país -ahora en la corona, como antes ya lo hizo en otros ámbitos sociales- será esa nueva generación quien decida, conforme a los usos democráticos, qué país quiere ser y cuáles son las vigas maestras de su progreso y su convivencia.

Quienes tenían treinta años cuando la transición (la del 77) recuerdan, en su mayoría, aquel tiempo con un punto de emoción, ¿verdad?, de un cierto vértigo en el que había que conciliar los cambios con la estabilidad, construir un país distinto sin que, en el empeño, se fuera el país entero a tomar viento. Pere Navarro, líder menguante de los socialistas catalanes, fue de los primeros en acuñar esta idea de “la segunda transición”, una renovación de las instituciones basada en el cambio a mejor, que debería liderar -dijo hace quince meses- el príncipe de Asturias.

Dicho por un republicano confeso, podría haberse acogido aquel llamamiento como un reconocimiento a la corona, pero fue acogido justo al revés, como un ataque impropio al rey, y le mereció la severa censura de algunos compañeros de partido. El concepto, sin embargo, va a fraguar (ése es el momento histórico en el que estamos) y es posible -dependiendo de cómo vayan las cosas y en qué acabe— que los libros de historia, en su momento -o las apps de historia, o como se llamen en el futuro- se refieran a estos días en los que estamos, en efecto, como la segunda transición.

El rey hizo esta mañana aquello que hace sólo dos años nadie habría pensado que pudiera hacer nunca -renunciar al trono-, y que es aquello que, a lo largo de los últimos meses fue empezando a ser percibido no sólo como algo posible, sino incluso como algo deseable. Si lo había hecho un Papa --irse por agotamiento de su liderazgo— no lo iba a poder hacer un rey. Si lo hizo Beatriz, si lo hizo Alberto, no va a poder hacerlo Juan Carlos. Si hasta Rubalcaba es capaz de abdicar, aunque sea por fascículos, por qué no va a hacerlo el rey. Lo ha hecho. Lo ha hecho cuando España, o la organización institucional de España, vive una especie de tormenta perfecta en la que se han juntado los efectos de una crisis económica más honda y más larga de lo que nadie pensó; el descredito de los partidos mayoritarios por la falta de soluciones, por la corrupción y por sus comportamientos endogámicos; el cuestionamiento, también creciente, de los medios de comunicación tradicionales y el surgimiento de nuevas herramientas para informarse y para opinar abiertamente.

Una tormenta perfecta en la que coexisten elementos muy concretos y localizados -Cataluña, el avance del movimiento soberanista: ha dicho Artur Mas que cambiará el rey, pero el proceso catalán sigue adelante— con otros menos clasificables: la extensión de esta tesis según la cual la representación parlamentaria no es, en realidad, una representación democrática. Todo eso está ahí, todo eso está por ver en qué se va traduciendo y cómo se va decantando en los meses (o años) venideros. Y eso es lo que forma parte del “antes y el después” en su vertiente “después”.

Estando en el ambiente político una reforma constitucional como salida, o algo así, a esto que dan en llamar el conflicto catalán; estando pendiente un cambio de la Constitución para igualar, en los derechos dinásticos, al varón con la mujer; estando seriamente cuestionada no sólo la ley electoral, sino la circunscripción provincial consagrada en la Carta Magna, es impensable que todo eso no aflore -todos esos debates que coexisten hoy en España- cuando se produce un revulsivo tan potente, y en todos los sentidos, como la renuncia de quien ha reinado casi cuarenta años. Y entre esos debates está, también, el de la forma de gobierno y de la jefatura del Estado, si monarquía parlamentaria, república presidencialista o algún otro modelo que pueda ser más satisfactorio para algunos.

Los debates están ahí. Los procedimientos están ahí. Y los procedimientos para cambiar los procedimientos, también.

Con el agradecimiento al pueblo español y a quienes le ayudaron a cumplir sus funciones concluye el mensaje que hoy difundió el rey y concluye, en la práctica, su historia como jefe del Estado. Lo sigue siendo mientras no se produzca el relevo. Que será efectivo el día que el boletín oficial del Estado publique la ley orgánica correspondiente que mañana el gobierno envía al Parlamento el gobierno. Sólo entonces, calcúlenle un par de semanas, el rey de España dejará de llamarse Juan Carlos para pasar a llamarse Felipe. El VI, que a Artur Mas le gusta más que el quinto.