Hace años, en fin, que cada once de septiembre se produce la misma puesta en escena. La movilización que organizan asociaciones que han crecido a la vera, y con el aliento, del gobierno independentista y que le ponen la alfombra al presidente de turno —ora Artur Mas, ora Puigdemont— para que se sienta Braveheart por unas horas. El profeta conduciendo al pueblo hasta la tierra prometida, el Palau de la Generalitat que dejó de ser sede de la presidencia de todos para ser sede independentista.
Cada año una coreografía diferente: yo le digo a usted dónde se tiene que colocar y qué hacer con la pancarta. Ahora una cadena humana, ahora una "uve", ahora una cruz. Lo de este año es una cruz —los convocantes dicen que es el signo de sumar, un Más, no se lo tome a mal el presidente de carambola—. Cada año una coreografía y que no falte una urna gigante, una pancarta contra el Constitucional, un Lluis Llach, un Toni Albá, o un Pep Guardiola. Y cada año, claro, la movilización más decisiva, la histórica. Siempre la última antes de la proclamación de independencia. Siempre la que va a demostrar al mundo —y a Madrid— que no hay más camino posible que el de acceder a la presión independentista, renunciar a la Constitución y rendirse. La manifestación de la victoria.
Suele citarse como punto de partida del manifestómetro independentista la Diada de 2012. Cuando Artur Mas sintió una revelación y dejó de ser catalanista, autonomista y pactista, para emerger como líder del proceso de ruptura. Pero, en verdad, el punto de partida no fue una Diada porque no fue un once de septiembre. Fue en julio de 2010, cuando el gobierno catalán marchó en cabeza de una manifestación contra el Tribunal Constitucional por haber modificado el Estatuto de autonomía —14 artículos de 223— que Convergencia había pactado con Zapatero. La Cataluña de entonces la gobernaba el tripartito de José Montilla. Y su gobierno el que se manifestó satanizando al Constitucional y animando a desafiarle: "Somos una nación, nosotros decidimos", decía el lema de aquella marcha. Y ya estaba allí Lluis Llach. Con Montilla haciéndole los coros.
Suspendida por el Constitucional la convocatoria del referéndum de Puigdemont-Junqueras y la ley autonómica con la que pretendieron justificarlo, el gobierno independentista persevera en la preparación del acto ilegal. Lo dejó claro Junqueras anoche en La Sexta y lo dejó claro Puigdemont en su discurso. Siguen con el referéndum. Luego incurren ya en desobediencia. Como ya hizo Artur Mas y su cohorte de independentistas sobrevenidos en 2014. Sólo que entonces hubo que esperar a que la fiscalía presentara su denuncia, a que el juez instruyera el procedimiento, a que el Tribunal Superior de Justicia celebrara el juicio y emitiera la condena para que el señor Mas, para entonces ya apartado de la presidencia por exigencia de la CUP y con la bendición de Esquerra, quedara políticamente inhabilitado.
A diferencia de entonces, el Tribunal Constitucional está facultado ahora para suspender en sus funciones al presidente catalán el tiempo necesario para asegurar que la resolución se cumple. Es decir, y por ejemplo, hasta el dos de octubre. La posibilidad, perfectamente legal, existe. Cuestión distinta es que los magistrados del Tribunal Constitucional tengan voluntad de ser ellos quienes aparten a Puigdemont de su despacho. Y cuestión distinta es que, en caso de que les llegue la suspensión, los afectados obren en consecuencia.
A Oriol Junqueras le preguntó Ana Pastor anoche qué hará si el Constitucional le suspende. ¿Su respuesta? Que seguirá ejerciendo porque ése es el mandato que tiene de los ciudadanos.
Aún es pronto para saber si Junqueras y Puigdemont serán suspendidos pero no es pronto para saber que, aunque lo sean, seguirán haciendo lo que les dé la gana. O intentándolo. Y lo que pase luego, por tanto, sigue siendo un misterio.