Dos de ellos llevan un guante negro en la mano izquierda, quizá para ocular, sospechan los investigadores, el detonador de las bombas que llevaban consigo. Es el tercero, el que no lleva guante, el que se cree que abandonó el lugar antes de la explosisión, a la manera en que Salah Abdeslam se dio a la fuga mientras sus compañeros de matanza se suicidaban, después de matar a todo el que pudieron, en París el 13 de noviembre.
De nuevo la carrera contra el reloj que libran las policías europeas para encontrar al escapado y evitar que cometa más asesinatos múltiples como estos de ayer. De nuevo la consternación y el miedo, de la sociedad europea ante algo que, en realidad, sabe desde hace mucho tiempo. Que todos somos Bruselas, y París, y Londres —-todos somos posibles víctimas de estos fanáticos repugnantes—- y que hacer volar los vagones del metro, o el vestíbulo de una terminal, está alcance de cualquiera que tenga los explosivos y carezca de la más mínima conciencia ética.
De nuevo escuchamos ayer a personas corrientes describiendo el infierno. Con las mismas palabras con que antes lo hicieron otras personas tan corrientes como ellas, en París o en Madrid. O también, no cabe olvidarlo, en Nairobi, en El Cairo, en el norte de Nigeria, en Indonesia. Lo recordó ayer el presidente Rajoy, la inmensa mayoría de los asesinados por Estado Islámico y su constelación de sucursales eran de religión musulmana. Son ellos, los yihadistas de Bagdhadi o de Al Zawahiri, los que recurren a la coartada religiosa para su campaña violenta de imposición ideológica. Su meta es el poder, el control de las sociedades y los territorios. Todos somos Bruselas porque, para esta banda, todos (musulmanes no yihadistas incluidos) somos infieles.
Esta vez ha sido el primer ministro belga, Charles Michel, quien ha recibido las llamadas de condolencia y de ofrecimiento de ayuda de sus vecinos europeos. La ciudad de Bruselas amanece hoy entre la inquietud, la desolacion y el desgarro de centenares de familias