Es una encuesta, que no tiene por qué coincidir con la impresión que tenga usted que también siguió el debate y que puede tener la opinión contraria. No son matemáticas los debates electorales. Ni siquiera está claro que ganarlo o perderlo se traduzca automáticamente en un mejor resultado electoral o un empeoramiento. Sobre todo porque en un debate como éste, y en una campaña como ésta, habría que preguntar a los espectadores si creen que el ganador del cara a cara fue Rajoy, fue Sánchez, fue Rivera o fue Iglesias.O Garzón o Herzog o cualquiera de los otros.
El debate, seguramente, usted lo vio. En los primeros compases del programa Rajoy estuvo tan reservón que se confundía con Campo Vidal, como si estuvieran los dos de espectadores esperando a que a Sánchez se le acabara la carrerilla. Sánchez subiendo a la red todo el tiempo y Rajoy devolviendo alguna pelota, pero sin ganas. Como quien no termina de ver peligro en el juego de un adversario menor y acelerado. Luego ya se fue animando y empezó a devolver los golpes.
Sánchez pudo pasarse de frenada, en su agresividad, a ojos de los votantes de Rajoy, o incluso de algunos del PSOE. Pero no lo habrán visto seguramente así los votantes de Podemos, que son los que Sánchez necesita que le prefieran a él a Pablo Iglesias para obtener un buen resultado.
Antes de que el debate se emponzoñara con el insulto va insulto viene, usted es un indecente, usted es mezquino y miserable, quién de los dos miente más, quién es menos de fiar, quién gana más pasta, antes de eso habían fingido ambos candidatos disfrutar mucho contando a los españoles no tanto lo que tienen intención de hacer en el gobierno como lo diferentes que son sus puntos de vista sobre estos últimos cuatro años.
El mérito esencial que se atribuye Rajoy como gobernante es haber evitado el rescate de España —-haberlo evitado él frente a tantos que aquí y fuera de aquí le recomendaban que pidiera el préstamo europeo—-. Siendo ésa la piedra angular del discurso de la buena gestión, se esforzó Sánchez a dinamitar la piedra angular del discurso de la buena gestión. Martilleando que sí que hubimos de ser rescatados.
Mostrando la portada de El País que tituló en 2012 “Rescate a España”, pero tirándose Sánchez, sin querer, piedras contra su tejado, porque si España llegó a la situación de tener que ser rescatada alguna responsabilidad tendría el partido que la había gobernado siete años, que era el suyo. Y siendo Caja Madrid, que lo fue, el principal petardo del sistema financiero, no puede negar Sánchez que como representante del ayuntamiento en la asamblea de esa caja algo debía haber sabido él de cómo se gestionaba.
Antes de que se revolvieran ambos en el barro, Rajoy había estado mejor en la crítica a la gestión de Zapatero que en la defensa de la gestión propia. Consiguió, y ése fue su mérito de partida, identificar a Pedro Sánchez con aquella gestión, la del gobierno que cayó en 2011. Pero Sánchez, antes del barro, estuvo más incisivo, más ágil en las réplicas y más eficaz en la colocación de los eslóganes.
Es verdad que el ambiente ligeramente anticuado de la puesta en escena ayudaba al candidato socialista, que en este ambiente hasta parecía moderno.
Luego ya vino el momento amigo invisible. Allí donde los dos contendientes, confundiendo el debate vibrante con la descalificación recíproca —-y agria—- se pusieron a hacer regalos a los ausentes. Albert Rivera y Pablo Iglesias estaban en el plató de la Sexta viendo allí el debate y les iba sonando el tono del móvil. Cada navajazo que se asestaban Sánchez y Rajoy les entraba el aviso de un nuevo voto. Porque llegó un momento en el debate de anoche en que incluso los equipos de los candidatos llegaron a sentir un cierto bochorno. Se engolosinaron los dos con el quién miente más, quién es menos de fiar, quién se entera menos de todo, quién gana más pasta, y se dejaron llevar tobogán abajo caer de cabeza, y chapoteando, en la charca.
Fue de menos a más en intensidad y de más a menos en calidad de los argumentos. Empezó con la opinión de Sánchez de que Rajoy debió haber dimitido cuando salieron a la luz los sms a Luis Bárcenas —-el fantasma de las corrupciones pasadas que nunca abandonará ya al presidente—. Y ahí empezaron los golpes en el bajo vientre: Sánchez llamándole indecente a Rajoy, éste llamando ruiz, digo ruin, mezquino y miserable al otro.
Y siguieron, y siguieron, y siguieron. En una exhibición impagable de acusaciones mutuas de indecencia y mezquindad. “Impagable” para los otros aspirantes, los que no estaban, afianzados en su estribillo electoral de que PP y PSOE representan lo mismo de siempre, el y tú más, el bipartidismo que está pidiendo a gritos que le dén un meneo. A esas alturas del debate —-cuando Campo Vidal ya había dicho ya había dicho tres o cuatro eso de “vamos a ir terminando este bloque”—- empezaba a importar poco quién de los dos, Rajoy o Sánchez iba ganando o perdiendo el debate.
Lo relevante ya era qué ganaban o perdían con un combate bronco y en un clima personal tan mutuamente desdeñoso.
La encuesta previa de Antena 3, última con intención de voto que se difunde en esta campaña, situaba al PP en cabeza con el 28,6 % del voto y entre 120 y 125 escaños. El PSOE, segundo con el 21 % y ochenta diputados. Podemos tercero en porcentaje de voto, 17,9, empatado con Ciudadanos, 17,6 pero con más escaños para el partido naranja que para el morado: 60 para Rivera por cincuenta y cinco de Sánchez. Pero subrayando el autor de la encuesta que el paisaje es, hoy, tan inédito, con cuatro partidos rozando, o superando, el 18 % de los votos que cualquier acontecimiento puede modificar de manera significativa el pronóstico, empezando por este mismo debate de anoche.