La victoria en las urnas no fue de Puigdemont, por más que él alimente esa apariencia, sino de Inés Arrimadas. Ciudadanos es el partido más votado en esta tierra: una de cada cuatro papeletas emitidas ayer era naranja. Pero teniendo una razón poderosa Rivera y Arrimadas para su celebración de anoche —el triunfo ha sido inapelable, once años después de nacer como partido opuesto al nacionalismo hegemónico, el partido al que primero ningunearon los dirigentes de las demás formaciones y la corriente de opinión dominante y al que después se tomó a broma: los naranjitos de ese chiquito que era tan de derechas que no se atrevía ni a admitirlo—. Ciudadanos hizo historia anoche: historia del joven partido e historia de la Cataluña democrática. Pero, a diferencia de Puigdemont, Arrimadas tiene que conciliar la satisfacción de la victoria con la decepción de la mayoría absoluta que, en el nuevo Parlamento, sigue teniendo el independentismo.
A Esquerra Republicana le pasa lo contrario: que se agarra a esa mayoría absoluta revalidad por la tripleta indepe para camuflar la amargura de su decepcionante resultado. Fue Junqueras, el estratega, quien se negó a repetir el matrimonio de conveniencia con el PDeCAT. Fue Junqueras quien rompió esa baraja porque pensaba que éste era ya su momento: el de liquidar al rival independentista y quedarse él con todo el voto. Y fue Junqueras quien levantó la veda de Puigdemont atribuyéndole la cobardía de hacer salido de Cataluña por piernas. Y es verdad que salió. Y que se ha portado muy cobardemente. Pero también lo es que a la hora de elegir, han confiado en Puigdemont diez mil catalanes más que en Junqueras.
Al ex president destituido, que se fugó sin avisar a los suyos, que desdeñó a su propio partido, que denigró a las gobernantes europeos, que se convirtió en una parodia andante de sí mismo, a Puigdemont es a quien mejor le ha salido esta carambola.
Otro pronóstico incumplido. Puigdemont no sólo no estaba amortizado sino que ha desbancado a Junqueras y a Artur Mas, los dos de un golpe. El fantasma de Flandes se ha reencarnado en sí mismo y amenaza con perpetuar la tensión, la división y el discurso tenebrista.
El objetivo de este ciudadano es emplear la mayoría absoluta del independentismo —otra vez— como instrumento de presión para conseguir que se archiven las investigaciones que le afectan. Ésta es la estrategia, personal que no política: salvarse del procesamiento por rebelión arguyendo que los catalanes, en las urnas, han refrendado la insurrección.
Y no es verdad ni que las urnas anulen procedimientos judiciales ni que la mayoría de los catalanes haya aprobado su procés. Ésta es otra conclusión testaruda que arrojan aquí las urnas; no hay mandato popular para la independencia. No hay mayoría y mucho menos hay consenso. El 47 % de los ciudadanos ha votado a los tres partidos de la ruptura.El 52 % no lo ha hecho. Exactamente igual que en el año 2015. Ni hubo mandato entonces ni lo hay ahora. Y envolverse en la bandera de la mayoría absoluta para pretender que ese mandato existe, a sabiendas de que es mayoría parlamentaria es fruto de la ley electoral, no de que haya más catalanes independentistas que antes, es volver a la misma trampa que ya intentaron estos dos últimos años y que hemos visto el resultado que ha tenido.
Una vez más: casi la mitad de los catalanes quiere la independencia. La otra mitad no la quiere. Y en ningún sitio dice que el hecho de querer una cosa te habilite para arrebatarle a nadie los derechos que ya tiene.
Verdades y mentiras de una jornada electoral:
• No es verdad que los votos deslegitimen las investigaciones judiciales.
• Porque no es verdad que las urnas den carta blanca para hacer lo que uno quiera.
• Es verdad que los independentistas suman mayoria absoluta.
• No es verdad que haya más apoyo al procés o a la república catalana.
• Es verdad que los constitucionalistras tienen mas escaños que antes (cinco) y los independentitas menos (dos).
• No es verdad que los constitucionalistas sean mayoría porque a Cataluña en Comú no no se le puede considerar en ese bloque. Tampoco en el de la independencia.
Y no es verdad que el nuevo gobierno independentista, si se consuma, esté obligado a repetir la arremetida contra el Estado que nos ha traído hasta aquí. Que el nuevo presidente, se llame como se llame, será probablemente independentista es un pronóstico fundado. Que el hecho de serlo le obligue a pisotear el Estatut y la Constitución española es una falacia de la que Puigdemont y los demás aún están a tiempo de bajarse.
Para quien la digestión es más amarga es para Mariano Rajoy.
La operación elecciones no ha dado el resultado que él había calculado. Como no lo dio la operación diálogo.
Aplicar el 155 era obligado una vez que la Generalitat proclamó la secesión y la República catalana. Pero aplicarlo para convocar unas elecciones inmediatas no fue una obligación sino una elección. Y cuando un presidente elige hacer algo se arriesga, claro, a que la jugada salga mal y le exijan cuentas.
Fue Rajoy quien, a sabiendas de la impopularidad del artículo en Cataluña, del deseo de PSOE y Ciudadanos de que su aplicación tuviera un plazo definido y, sobre todo, de la dificultad para hacerlo cumplir en tierra hostil, lo utilizó para disolver el Parlament y convocar elecciones. Qué audacia, dijeron la mayoría de los comentaristas cuando el presidente anunció elecciones para antes de que terminara el año. Obligaba al independentismo a reconocer la autoridad del Estado, destarraba la imagen de invasión de Madrid en el autogobierno, y pìllaba a Puigdemont y compañía con el pie cambiado.
Las cosas no han salido como Rajoy esperaba.
Podrá admitirlo sin ambages, podrá disimular su decepción o podrá intentar cambiar de tema cada vez que le pregunten, pero desde hoy éste es el elefante que está en la habitación aunque nadie, en torno a Rajoy, lo nombre. Cómo salió lo de Cataluña. Ese lugar donde el independentismo vuelve a tener mayoría absoluta, donde el PP se ha quedado en la mínima expresión y donde Rivera ha construido la catapulta desde la que espera lanzarse ahora a por el voto del PP (y del PSOE) en el resto de España.